Por: Jaime Calderón Herrera
Oiga, me dijo el vigilante, su carro (al que recién le había instalado los espejos robados) fue golpeado por el campero parqueado al lado… gracias por avisarme, le dije, mientras salía del sótano en búsqueda de una señal apropiada para mi teléfono, y llamar entonces al asesor de seguros. Oprimí el teclado y un fuerte ruido me hizo dirigir la mirada hacia la esquina: un carro moviéndose en reversa destrozaba el lado de otro estacionado en la calle, y cuando la angustiada conductora se bajó del vehículo para reclamarle al agresor, éste huyó del sitio del accidente. Con palabras de consuelo le hablé a la descorazonada víctima y me dirigí, bajo la lluvia, hacia mi sitio de trabajo, en recorrido paralelo al vacío carril del Metrolínea, en tanto, dos motocicletas y un taxi me acosaban por derecha y por izquierda, cuando de pronto el amarillo viró bruscamente, dejándome en frente de un ciclista sin señal alguna, ataviado con impermeable negro, al que por milagro no atropellé. Cien metros adelante un fuerte ruido me sacó del temor por las colisiones: la suspensión derecha de mi vehículo acusaba el severo trauma al caer en el abismal desperfecto del asfalto sobre la paralela de la llamada (por chiste?) autopista a Floridablanca.