
Una diplomacia sin pueblo: Colombia y la urgente reforma de una carrera diplomática elitista y arrodillada
Durante décadas, Colombia ha transitado por los escenarios internacionales con una diplomacia sumisa, errática y alejada de los intereses nacionales.
Mientras el mundo avanza hacia relaciones internacionales más soberanas y estratégicas, Colombia ha sido una figura difusa en los foros globales, sin protagonismo, sin voz y, lo que es más grave, sin una dirección clara en su política exterior.
La crítica crece desde diversos sectores sociales y políticos
Es hora de un revolcón total en la carrera diplomática, porque tal como está concebida, no representa ni al país ni al gobierno actual.
Personajes como Marta Lucía Ramírez, Claudia Blum, Carlos Holmes Trujillo, Luis Guillermo Solís, María Ángela Holguín, Jaime Bermúdez, Fernando Araújo y María Consuelo Araújo han simbolizado, más que un liderazgo internacional, una diplomacia atada a intereses foráneos, alejada de las luchas sociales y sin compromiso real con los sectores populares.
Su legado, según muchos analistas, no es más que una serie de bochornos diplomáticos, posiciones subordinadas ante potencias extranjeras y una profunda desconexión con la realidad nacional. Lejos de ser referentes, son el ejemplo claro de lo que debe evitarse.
La vieja diplomacia colombiana está construida sobre una lógica de exclusión.
En lugar de constituirse en un instrumento al servicio del Estado y el pueblo colombiano, ha funcionado como un mecanismo de recompensa para las élites, donde el mérito no pasa por la defensa de los intereses del país, sino por las redes de influencia, los apellidos y los privilegios.
Uno de los aspectos más criticados es el elitismo de los requisitos para acceder a cargos diplomáticos. En Colombia, exigir inglés como condición para ser embajador en países que, en muchos casos, ni siquiera lo tienen como idioma oficial, se ha convertido en una barrera de clase.
Como señalan varios críticos de la carrera diplomática, imponer este requisito es una manera elegante de decir: “solo los que tuvieron privilegios pueden representar al país en el exterior”.
Un colegio bilingüe en Colombia cuesta entre dos y tres millones de pesos mensuales, cifras completamente inalcanzables para familias que sobreviven con un salario mínimo.
¿Cómo puede una carrera diplomática exigir condiciones inalcanzables para la mayoría del país y al mismo tiempo pretender representar a esa mayoría en el exterior?
Es una contradicción de fondo que perpetúa la desigualdad y la desconexión entre diplomacia y pueblo.
El presidente Gustavo Petro ha sido claro al respecto.
En sus palabras, “un hijo de obrero puede trabajar más en las relaciones internacionales que un embajador que se va a rascar la panza”.
Este mensaje no es solo una crítica a la burocracia diplomática, sino una invitación a repensar profundamente el papel de Colombia en el mundo y quiénes deben encargarse de representarlo.
Petro ha pedido a la canciller Laura Sarabia que elimine los requisitos excluyentes para nombrar embajadores.
En su visión, la representación internacional no debe seguir siendo un club exclusivo para privilegiados, sino una oportunidad para que voces auténticas y comprometidas con el país puedan llevar nuestras banderas al exterior.
Esto no implica despreciar la experiencia ni el conocimiento
Este enfoque no implica despreciar la experiencia ni el conocimiento técnico, sino cuestionar el uso excluyente de ciertos filtros como el dominio de idiomas o la pertenencia a círculos sociales cerrados.
Se trata de construir una nueva diplomacia, popular, soberana, valiente y al servicio de un país que quiere dejar de ser espectador en el mundo para convertirse en actor relevante.
El cambio en la política exterior no es un capricho ideológico; es una necesidad histórica.
Colombia no puede seguir arrastrando una tradición diplomática que ha sido más decorativa que efectiva. El país necesita una representación internacional que refleje su diversidad, sus luchas, su dignidad y sus aspiraciones. Es momento de enterrar la diplomacia de apellidos y abrirle paso a una diplomacia con rostro de pueblo.