
La política que vivimos a diario en nuestras sociedades es reflejo de tensiones profundas entre cambio y continuidad, entre los intereses populares y los privilegios históricos.
Las reflexiones que se presentan a continuación evidencian con claridad ese conflicto y llaman a una lectura más crítica del panorama político actual.
En primer lugar, es importante responder a aquellos que aseguran que “nada ha cambiado”.
Esa afirmación, aunque cómoda, no resiste un análisis honesto de los hechos. Muchas cosas han cambiado, en especial en favor de las mayorías, de los sectores históricamente excluidos.
Hoy se impulsa un modelo político que intenta democratizar el acceso a derechos y desmontar estructuras de privilegio. Sin embargo, esos cambios no se han producido sin resistencia.
Aquellos que han perdido poder, contratos o influencia intentan hacer pasar sus pérdidas como una crisis general. Pero lo cierto es que todavía queda mucho por transformar. La lucha por una sociedad más justa apenas comienza, y como dice la consigna popular: ni un paso atrás.
En ese camino, resulta preocupante el papel que juega buena parte de la oposición.
Lejos de asumir una actitud constructiva, se ha dedicado a criticar aspectos superficiales del gobierno, desde el lenguaje del presidente hasta los gestos simbólicos de sus ministros.
Esta oposición no busca corregir ni aportar. Su propósito no es otro que desgastar, bloquear y deslegitimar cualquier intento de reforma.
Frente a los grandes problemas nacionales, no presentan propuestas claras ni alternativas viables; simplemente se aferran al pasado, apostando al fracaso del presente.
Un ejemplo simbólico de esta postura es el del candidato Sergio Fajardo.
Durante el auge del uribismo, adoptó una posición ambigua, incluso tibia. No se atrevía a enfrentar de manera decidida las injusticias ni los abusos del poder.
Pero ahora, con un gobierno progresista, su tono ha cambiado radicalmente. Se opone con vehemencia a las reformas en salud, trabajo y pensiones, que buscan beneficiar a las mayorías.
Esta “contundencia” selectiva levanta sospechas y lo muestra como un actor más interesado en defender el statu quo que en impulsar transformaciones reales.
El sistema de salud es otro punto neurálgico.
Durante años se vendió como un modelo exitoso, eficiente y de cobertura universal. Sin embargo, su funcionamiento interno tenía más similitudes con un esquema piramidal fraudulento que con un verdadero sistema de bienestar.
Como en el caso de Bernie Madoff, todo parecía ir bien en la superficie, pero por debajo había deudas, pagos selectivos, corrupción y maquillaje de cifras.
El actual gobierno no lo destruyó: lo que hizo fue atreverse a revelar el engaño. Por eso, quienes hoy defienden a capa y espada ese modelo están defendiendo un negocio, no la salud de la gente.
No volverán
En este entramado de poder también emergen los nombres de viejos conocidos: ex funcionarios como Mauricio Cárdenas y Juan Carlos Echeverry, hoy precandidatos presidenciales, quienes estuvieron implicados en escándalos como el de Reficar, que le costó al país 8.000 millones de dólares.
Fueron exonerados por un fiscal igualmente cuestionado, Néstor Humberto Martínez, otra pieza del engranaje de impunidad que protegió a los poderosos.
¿Cómo confiar en ellos como alternativa?
Para quienes creemos en la ética pública, su lugar está lejos del poder. Cero votos para ellos.
Los medios tradicionales de comunicación
No se puede dejar de lado el rol de ciertos medios de comunicación que, disfrazados de independientes, terminan defendiendo intereses corporativos.
Cuando se trata de señalar la corrupción de las EPS, muchos de estos medios optan por el silencio, por el eufemismo o por desviar la atención.
Su independencia, al parecer, llega solo hasta donde no incomode a los grandes intereses económicos. En lugar de cumplir su función de vigilancia democrática, se convierten en escudos del viejo orden.
Vivimos una disputa de fondo entre dos proyectos de país
Uno que busca profundizar el cambio social y otro que defiende los privilegios de siempre. No hay neutralidad posible. La ciudadanía está llamada a tomar partido, a no dejarse engañar por los disfraces de tibieza o de independencia, y a empujar con decisión las transformaciones que siguen pendientes.





