
Los asesores de imagen del jefe de Cambio Radical, Germán Vargas Lleras, han emprendido una misión casi imposible: transformar al político del “coscorrón” en un abuelito “bonachón” y cercano al pueblo.
Según expertos en marketing político, el excandidato presidencial necesita un giro de 180 grados en su narrativa para volver a conectar con un electorado que hace tiempo le dio la espalda.
El plan, diseñado por un grupo de consultores nacionales y extranjeros, busca humanizar su figura.
Pretenden reemplazar la imagen del dirigente autoritario y prepotente por la de un hombre reflexivo, familiar y empático. Sin embargo, esa metamorfosis parece más una operación cosmética que un cambio genuino de carácter.
Los votantes colombianos, curtidos por años de promesas vacías, perciben el intento como una maniobra desesperada para recuperar terreno político y no como un acto de redención humana.
El problema no es solo de forma.
El fondo es mucho más profundo. Cambio Radical, el partido que Vargas Lleras fundó y controla con mano férrea, carga con un historial judicial y ético difícil de maquillar. Es la colectividad con mayor número de congresistas investigados o condenados por corrupción, un récord que ha socavado la credibilidad de cualquier discurso de renovación.
La percepción ciudadana es clara: Cambio Radical se parece más a una red clientelista de poder que a una organización política moderna.
A pesar de su enfermedad, Vargas Lleras no se ha retirado del ajedrez político.
Desde Houston, Texas, donde recibe tratamiento por un tumor cerebral y disfruta de un plan de salud de primer nivel, continúa dando instrucciones a su bancada. En un ejercicio de cinismo político, ha ordenado oponerse con vehemencia a la Reforma a la Salud impulsada por el gobierno de Gustavo Petro, cuyo propósito es precisamente desmontar la intermediación financiera que tanto ha beneficiado a las EPS vinculadas a su grupo político y familiar.
Mientras los colombianos sufren las demoras, negaciones y abusos del sistema, Vargas Lleras se recupera tranquilamente en Sylvan Beach, una exclusiva zona costera cercana a Houston, rodeado de comodidades y atenciones médicas de primer nivel.
El contraste entre su realidad y la de millones de compatriotas que dependen de un sistema de salud colapsado expone la profunda desconexión entre el dirigente y el pueblo al que dice querer “salvar”.
Sus asesores insisten en que debe mostrarse más humano, más compasivo, más “de carne y hueso”.
Pero esa estrategia de marketing difícilmente logrará ocultar los años de arrogancia, los desplantes públicos y el desprecio por las causas sociales. Vargas Lleras puede cambiar su sonrisa, su tono de voz o su vestuario, pero no su esencia.
La metamorfosis que le proponen no es suficiente para convertirlo en un buen ser humano. Es, apenas, el intento tardío de un político que busca disfrazar con ternura lo que el país ya conoce: el rostro implacable del poder.





