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¿Indignación selectiva? La solidaridad que abunda con los poderosos y escasea con el pueblo

En una sociedad donde la empatía se reserva para quienes tienen poder, y la indiferencia se impone sobre las mayorías, no hay verdadera democracia. La violencia debe ser rechazada venga de donde venga, pero también debe denunciarse con la misma fuerza sin importar el estrato de la víctima.

En Colombia, como en muchos otros países marcados por profundas desigualdades sociales y políticas, la sensibilidad pública ante los hechos de violencia parece medirse con una vara distinta, dependiendo de quién sea la víctima. 

El reciente atentado contra Miguel Uribe Turbay —senador del Centro Democrático y miembro de una de las familias más tradicionales de la aristocracia bogotana— desató una oleada de condenas, solidaridad institucional y movilización ciudadana. 

La llamada Marcha del Silencio convocada en su nombre reunió a sectores políticos y sociales habitualmente enfrentados, y recibió un cubrimiento mediático intenso, casi reverencial.

Pero la pregunta que muchos sectores populares se hacen es: 

¿Por qué tanta indignación por un atentado contra un poderoso, y tan poca o nula solidaridad con los miles de atentados, desplazamientos, asesinatos y amenazas que sufren a diario líderes sociales, campesinos, indígenas, sindicalistas, y ciudadanos de a pie?

Cada año en Colombia, cientos de líderes comunitarios son asesinados por defender sus territorios, por reclamar derechos o simplemente por oponerse a intereses ilegales y políticos. 

A pesar de que organismos internacionales como la ONU han alertado sobre esta tragedia silenciosa, su resonancia en los medios tradicionales y en la opinión pública es mínima. 

Las marchas convocadas por trabajadores, estudiantes, víctimas del conflicto y pueblos indígenas rara vez reciben un cubrimiento proporcional a su relevancia. Por el contrario, suelen ser minimizadas, estigmatizadas o tratadas como amenazas al “orden público”.

Esto revela una fractura profunda en la forma en que se entiende la violencia y la empatía en el país. 

Mientras la vida de un político de élite como Miguel Uribe se convierte en una bandera de unidad nacional, la de cientos de campesinos y luchadores sociales parece no merecer ni un minuto en el noticiero de mayor audiencia. 

La selectividad mediática y política en la indignación es, para muchos, un síntoma de una democracia fallida, donde el valor de la vida se mide por la clase social o la cercanía al poder.

La Marcha del Silencio, además, no fue convocada simplemente como un acto de rechazo a la violencia, sino que se configuró como una muestra de fuerza política contra el gobierno de Gustavo Petro

Fue promovida por quienes sistemáticamente han bloqueado reformas sociales en el Congreso, y quienes celebran cada revés que sufre el gobierno, así eso signifique que millones de colombianos sigan sometidos a sistemas injustos como el de salud o el régimen laboral flexibilizado.

¿Qué motivó la salida de la gente a la marcha?

Es legítimo preguntarse si los asistentes a esta marcha realmente salieron por empatía ante la violencia, o si su motivación principal fue rechazar cualquier intento de transformación del país, incluso aquellos que buscan devolverle derechos básicos a los trabajadores, corregir la corrupción estructural de las EPS o brindar justicia social a los históricamente excluidos.

La respuesta podría estar en el contraste entre esta movilización y otras. 

¿Dónde está la indignación masiva cuando asesinan a un líder indígena? 

¿Cuántas marchas del silencio han convocado los grandes medios por los 60 líderes sociales asesinados en lo que va del año? 

¿Por qué no vemos a los mismos políticos exigiendo justicia cuando las víctimas son humildes, sin apellidos ilustres ni micrófonos asegurados?

En una sociedad donde la empatía se reserva para quienes tienen poder, y la indiferencia se impone sobre las mayorías, no hay verdadera democracia. 

La violencia debe ser rechazada venga de donde venga, pero también debe denunciarse con la misma fuerza sin importar el estrato de la víctima. Porque solo cuando duela el asesinato de un líder campesino tanto como el atentado contra un senador, Colombia podrá empezar a sanar.


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