
La salida de Jaime Andrés Beltrán de la alcaldía de Bucaramanga deja una lección invaluable para la democracia colombiana: la política y la religión, cuando se mezclan en manos equivocadas, pueden convertirse en un cóctel peligrosísimo.
El caso del pastor Jaime Andrés Beltrán, exalcalde de Bucaramanga, es un ejemplo contundente de cómo el uso de la fe con fines electorales termina erosionando las instituciones, polarizando a la sociedad y debilitando la confianza ciudadana.
Beltrán, pastor cristiano y líder religioso, llegó al poder valiéndose de un discurso cargado de fe y moralidad, presentándose como un «siervo de Dios» que transformaría la capital santandereana.
Sin embargo, su administración, que duró apenas un año y ocho meses, estuvo marcada por polémicas, escándalos y decisiones que desdibujaron cualquier promesa de transparencia y gobernanza incluyente.
Uno de los episodios más sonados de su gestión fue el escándalo de la chatarra del alumbrado público
Este caso destapó una presunta red de corrupción que habría involucrado a funcionarios cercanos e incluso familiares del exmandatario. La situación puso en jaque la administración local, evidenciando manejos irregulares y debilitando aún más la credibilidad del gobierno municipal.
A esto se sumaron cuestionamientos por contratos inflados, como la polémica compra de 370 platos de lechona por más de 11 millones de pesos, donde cada porción alcanzó un exorbitante valor de $30.000.
Estos hechos dejaron muy mal parado no solo al alcalde, sino también a la imagen de quien decía actuar bajo principios cristianos.
Pero la caída de Beltrán no estuvo únicamente relacionada con la corrupción.
Fue finalmente su doble militancia política la que selló su destino. El Consejo de Estado decidió anular su elección y destituirlo por respaldar a candidatos al Concejo de Bucaramanga del Partido de La U, mientras su candidatura había sido avalada por Colombia Justa Libres, un movimiento de inspiración cristiana.
Esta incompatibilidad, prohibida por la ley, demostró que su proyecto político se construyó sobre una base legal frágil y oportunista.
El Bukele colombiano
El exalcalde se presentaba ante los bumangueses como el «Bukele colombiano«, emulando al presidente de El Salvador, Nayib Bukele, un líder señalado internacionalmente por prácticas autoritarias, persecución a detractores y violaciones a derechos humanos.
Beltrán intentó replicar esta narrativa de «mano dura» y confrontación permanente, pero el resultado fue contraproducente: división social, parálisis administrativa y una ciudad atrapada entre ideologías irreconciliables.
Sabotaje constante a las iniciativas del gobierno nacional
En el plano nacional, lejos de gobernar para todos los bumangueses, Beltrán optó por promover la discriminación contra quienes no compartían sus ideas ultraconservadoras. Su gestión también se caracterizó por el sabotaje constante a las iniciativas del gobierno central, impidiendo la llegada de ayudas y proyectos con el argumento de “diferencias ideológicas”.
En vez de tender puentes, construyó muros. En vez de escuchar, señaló y persiguió a quienes pensaban distinto.
Lo más preocupante del caso Beltrán es la manera en que distorsionó el mensaje central del evangelio que decía representar.
Mientras hablaba de valores como amor, reconciliación, perdón y servicio, su comportamiento político transmitía lo contrario: persecución, estigmatización y confrontación.
Su reacción tras la destitución lo confirma: lejos de aceptar el fallo judicial, optó por deslegitimar las instituciones, difundir teorías de conspiración y atacar la independencia de la justicia.
Un ejemplo profundamente negativo, sobre todo para las juventudes cristianas que ven en líderes como él un modelo a seguir.
El caso de Jaime Andrés Beltrán es una advertencia clara:
Cuando la religión se instrumentaliza para fines políticos, la democracia sufre. No se trata de excluir la fe del ámbito público, sino de impedir que se convierta en una herramienta de manipulación y polarización.
Los ciudadanos necesitan líderes que gobiernen para todos, no predicadores que usen la espiritualidad como plataforma de poder.
La lección es inequívoca: la política y la religión pueden coexistir, pero jamás deben confundirse. En manos de personajes como Beltrán, esta mezcla se transforma en una bomba de tiempo para la institucionalidad, la convivencia y el futuro democrático de Colombia.





