
En cada ciclo electoral, como si se tratara de una obra de teatro repetida hasta el cansancio, empiezan a aparecer las mismas caras de siempre. Figuras conocidas, algunas con décadas en el escenario político, resurgen con nuevas aspiraciones, discursos renovados y promesas recicladas.
Pretenden convencernos de que son la mejor opción, a pesar de que han sido protagonistas —si no los principales responsables— del desastre que vive nuestra región.
Una región que se encuentra prácticamente en estado de coma: mal gobernada, saqueada, sin rumbo claro, y con una ciudadanía cada vez más desconectada de sus instituciones.
Lo más preocupante no es solo su reaparición, sino la forma descarada en que intentan lavar su imagen.
Sacan pecho por obras que, en el mejor de los casos, apenas rozaron de lejos. Se adjudican méritos por infraestructuras, programas o avances que no impulsaron, ni ejecutaron, ni pensaron.
Mientras tanto, se hacen los desentendidos ante los “elefantes blancos” que dejaron abandonados: proyectos multimillonarios que hoy no sirven para nada, que consumieron recursos que podrían haber transformado comunidades enteras, y que son el testimonio mudo de la ineficiencia, la corrupción y la desidia administrativa.
En lugar de asumir su responsabilidad, adoptan el cómodo discurso regionalista y localista. Hablan con fervor de la defensa de lo nuestro, de las raíces, de la identidad.
Pero esas palabras no se traducen en hechos.
Cuando tienen la oportunidad de representar al territorio más allá de sus fronteras, se olvidan del nuevo departamento, se desentienden de sus luchas y no defienden sus banderas. En lo local son defensores apasionados; en lo nacional, figuras grises, tibias o simplemente ausentes.
Su estrategia está bien calculada: se venden como carismáticos, como cercanos al pueblo, como personas de a pie. Presumen ser populares, aparecer en redes sociales con una sonrisa, visitando barrios, compartiendo en festivales y eventos.
Pero detrás de ese espectáculo mediático no hay contenido, ni convicciones claras.
Se cuidan mucho de fijar posición en temas realmente importantes. Jamás se pronuncian con claridad sobre la reforma a la salud, las pensiones, el sistema laboral o la educación pública. Prefieren mantenerse en una cómoda ambigüedad para no incomodar a nadie, para no perder votos ni aliados.
Peor aún, la mayoría de estos personajes se inscriben por los partidos tradicionales, los mismos que históricamente han frenado cualquier intento de transformación social.
Nos piden nuestro voto en nombre del cambio, pero se arropan con los colores y las estructuras de las élites políticas que siempre han gobernado para unos pocos.
El cinismo llega a tal punto que se atreven a hablar de justicia social mientras hacen parte de maquinarias que le dan la espalda al pueblo en cada debate legislativo crucial.
Este guión ya lo conocemos, y es hora de dejar de aplaudirlo.
La región necesita caras nuevas, ideas frescas, liderazgos comprometidos de verdad con lo público, con el bienestar común y con una visión de futuro que no esté atada a intereses personales ni a clientelismos eternos.
No se trata solo de cambiar nombres, sino de renovar la política desde la base, con participación ciudadana, con vigilancia activa y con memoria. Porque si olvidamos quiénes nos llevaron a este punto, corremos el riesgo de entregarles nuevamente las llaves del poder… y eso, nuestra región ya no lo puede soportar.