«A la una de la tarde del 9 de abril de 1948 reventaron tres tiros de revólver en pleno centro de Bogotá, en la carrera Séptima esquina de la Avenida Jiménez. Corrió la voz: “¡Mataron a Gaitán!”. Y se incendió Colombia.
Jorge Eliécer Gaitán había hecho algo sin precedentes en la historia colombiana: descubrir el pueblo como fuerza política.
“Yo no soy un hombre, yo soy un pueblo”, clamaba en sus discursos ante multitudes también sin precedentes. Un éxito de elocuencia de masas que debió en mucho, sin duda, a sus años de estadía en Italia, a donde fue a estudiar derecho penal bajo el profesor socialista Enrico Ferri y terminó aprendiendo oratoria política bajo el demagogo fascista Benito Mussolini.
Habiendo hecho el descubrimiento del pueblo —con sus corolarios: “¡El hambre no es liberal ni conservadora!”; y con sus hipérboles: “¡El pueblo es superior a sus dirigentes!”; y con su conclusión: “¡Contra las oligarquías, a la carga!”— galvanizó a las muchedumbres por fuera y por encima de las fronteras de los dos partidos tradicionales.
Sin embargo su Unir (Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria) no duró; y tuvo que encauzar su carrera política bajo el nombre, pero no bajo el alero, del Partido Liberal, cuya jefatura asumió tras su división y consiguiente derrota en las elecciones presidenciales de 1946.
Las elecciones las ganó el candidato conservador Mariano Ospina Pérez: pero las mayorías electorales seguían siendo del Partido Liberal, y así se demostró en las parlamentarias.
Con lo cual el gobierno dio inicio en muchas regiones del país a la violencia sectaria para amedrentar a los votantes del partido contrario, estrategia que muy pronto se le salió de las manos.
Gaitán, jefe único del liberalismo
Gaitán, ya como jefe único del liberalismo, fue el encargado de organizar la resistencia civil y en los primeros tiempos pacífica, que llegó a su clímax el 7 de febrero de 1948 con una imponente Manifestación del Silencio que llenó a rebosar la Plaza de Bolívar.
Allí Gaitán, sin vivas ni gritos de las decenas de miles de manifestantes reunidos, dueño tanto de la palabra como de los silencios, pronunció una breve y sobria “oración por la paz” en la que le pedía al presidente “paz y piedad para la patria”.
Gaitán hablaba con el pueblo, y hablaba como el pueblo: por lo primero lo temían las clases dominantes, a las que denunciaba bajo el nombre de oligarquías; y lo segundo se lo reprochaban ellas como un indicio de mala educación.
Era la voz del pueblo, al cual halagaba con su demagogia y pretendía conducir con su voz y sus ideas a un profundo cambio político y social: el mismo al que había apuntado sin conseguirlo la Revolución en Marcha de López en sus comienzos.
Por eso había que matarlo.
Y por eso a nadie ha convencido nunca la tesis oficial de que quien lo mató fue un desequilibrado pobre y sin empleo llamado Juan Roa Sierra que quería con ese asesinato impresionar a su novia, y que nadie le pagó por hacerlo.
Ni siquiera aquella novia, al menos con un beso, pues el hombre fue matado de inmediato a su vez, en la calle, a patadas, por la turba enfurecida.
El pueblo, que se había identificado sentimentalmente con su caudillo, procedió a intentar vengarlo en un estallido de rabia colectiva y ciega.
Tras linchar a su asesino y arrastrar su cadáver desnudo pero con dos corbatas (nadie describió sus colores: hubiera sido de justicia poética que hubieran sido una azul y una roja) por las calles hasta el Palacio presidencial de La Carrera, el pueblo bogotano, el lumpen venido de los barrios al grito herido de “¡Mataron a Gaitán!”, empezó a prenderles fuego a edificios relacionados con quienes podían haber sido los inspiradores del crimen.
Edificios del gobierno: los ministerios, el Palacio de San Carlos dispuesto para recibir la Conferencia Panamericana.
De los curas: incendiaron el palacio arzobispal y varias iglesias. De los godos: incendiaron el periódico El Siglo y la quinta de Laureano Gómez en Fontibón.
Incendiaron también, sin motivo aparente, los tranvías del transporte urbano de servicio público.
Era la sublevación del país nacional contra el país político que tantas veces había descrito en sus discursos el líder asesinado.
Políticos gaitanistas se tomaron una emisora de radio para llamar al pueblo a armarse e instar a la creación de juntas populares en nombre de una más o menos imaginaria Junta Central Revolucionaria.
Pero el gaitanismo no era un partido organizado que tuviera jefes, sino un único Jefe, y quedó descabezado con su muerte.
La insurrección fue espontánea y completamente anárquica: una orgía de violencia sin objetivos precisos, salvo el desfogue de la cólera; y, a continuación, la borrachera.
Las chusmas —en los clubes de las oligarquías se hablaba de “la chusma gaitanista”— asaltaron las ferreterías en busca de machetes y herramientas, y las licoreras en busca de licor.
Muchos policías se sumaron a la revuelta y repartieron armas. Se abrieron las cárceles y escaparon los presos.
Aparecieron francotiradores en las azoteas de los edificios. Se multiplicaron los incendios y los saqueos. Y se soltó sobre la ciudad amotinada un tremendo aguacero.
Los notables del Partido Liberal fueron a Palacio entre las balas a conferenciar con el presidente conservador Mariano Ospina Pérez para proponerle, entre cortesías mutuas y zalemas, la reanudación de la rota Unión Nacional.
“Más vale un presidente muerto que un presidente fugitivo”.
Pidieron también su renuncia, y Ospina se negó con la famosa frase: “Más vale un presidente muerto que un presidente fugitivo”.
Desde el Ministerio de Guerra Laureano Gómez, el jefe del Partido Conservador, telefoneaba sin tregua a Ospina para exigirle que entregara el poder a una Junta Militar, y que entre tanto tomara como rehenes a sus visitantes liberales.
Al caer la noche empezó a llegar desde Tunja la tropa enviada en camiones por el gobernador de Boyacá, y restableció el orden a balazos.
Al cabo de dos días de caos y habiéndose puesto de acuerdo los dirigentes liberales con los conservadores para sofocar la asonada antes de que tomara proporciones revolucionarias, y borracha la gente bajo la lluvia, todo se acabó con dos o tres mil muertos arrojados a fosas comunes en los traspatios del Cementerio Central.
Nunca se supo si en vida habían sido liberales o conservadores.
Así fue lo que la prensa internacional llamó “El Bogotazo”. Pero el asesinato de Gaitán no tuvo repercusiones solamente en Bogotá, sino que provocó algaradas y disturbios en otras ciudades y pueblos del país: en Cali, en Medellín, en Ibagué, en el centro petrolero de Barrancabermeja.
En el pueblo de Armero los amotinados lincharon a un sacerdote a quien se acusaba de incitar a la violencia contra los liberales, y de ser por consiguiente responsable del asesinato de su jefe. (Setenta años más tarde la Iglesia decidió beatificar al clérigo asesinado, elevándolo a la condición de mártir de la fe).
Hubo también en todas partes muchos presos, liberales ellos sí.
En todas partes el conato de revolución se ahogó en alcohol. Salvo en Barranca, donde los revolucionarios incautaron y destruyeron el primer día todo el licor de las tiendas de la población.
Para cerrar la tragedia con una nota de macabro humor involuntario, el gobierno expidió un decreto prohibiendo el expendio de licor a menores de edad.
Se acusó del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y de la sublevación popular y los desmanes consiguientes al sospechoso habitual: los comunistas.
El primero en hacerlo fue el presidente Ospina Pérez, que decidió además romper relaciones diplomáticas con la Unión Soviética por haberlos instigado.
Luego le hizo eco el general George Marshall, secretario de Estado de los Estados Unidos y jefe de la delegación norteamericana venida a Bogotá para la Novena Conferencia Panamericana.
La Conferencia unánime aprobó una moción para “condenar la acción del comunismo internacional”.
Una pastoral colectiva del episcopado proclamó solemnemente que los responsables habían sido “el ateísmo y la barbarie comunistas”.
Y fue Laureano Gómez quien resumió meses después la acusación con pomposa retórica, preguntando. “¿Qué otra cosa fue (el 9 de abril) en concepto de los hombres imparciales del país y en opinión del universo entero sino un furioso brote comunista largamente planeado desde lejanas capitales marxistas y para cuya ejecución vinieron al país revolucionarios extranjeros de universal nombradía?”.
Los comunistas por su parte respondieron acusando tanto del asesinato de Gaitán como del levantamiento consiguiente “al imperialismo y a las oligarquías”.
Con menor vaguedad, se ha culpado también a la entonces recién creada CIA, Agencia Central de Inteligencia del gobierno norteamericano.
Gloria Gaitán, la hija del caudillo, ha confirmado algunos detalles de la versión de un ex agente de la Agencia, detenido e interrogado en Cuba doce años después del fatídico nueve de abril del 48, según la cual la CIA intentó primero sobornar a Gaitán para que cesara en su tarea de agitador de masas y saliera del país; y al no conseguirlo lo había hecho asesinar por mano de Roa Sierra.
La CIA sobre el Bogotazo
Los documentos e informes clasificados de la CIA sobre el Bogotazo son, curiosamente, los únicos de esa época cuya reserva no fue levantada cuando se cumplieron cincuenta años de los hechos, como ha sido lo habitual, de modo que no han podido ser consultados por los historiadores.
La Novena Conferencia Panamericana se reanudó en Bogotá cuatro días más tarde, sin su presidente, el canciller Laureano Gómez, que había preferido salir del país rumbo a España.
El general Marshall, de quien se esperaba que anunciara una versión para América Latina de su “Plan Marshall” de asistencia económica que estaba ayudando a rescatar a Europa de las ruinas de la Guerra Mundial, vino a plantear otra cosa, para la cual el 9 de abril le sirvió de inmejorable ilustración: propuso una alianza de todos los países del continente para “la represión de movimientos subversivos de origen foráneo”.
Es decir, con nombre propio, del comunismo, dentro de la recién inaugurada Doctrina Truman de la “Contención” (containment) del comunismo en cualquier parte del mundo: una ampliación a escala del planeta de la centenaria Doctrina Monroe que predicaba la intervención estadounidense en todas las Américas.
Así se creó la Organización de Estados Americanos, OEA.
Había empezado en el mundo la Guerra Fría. Y en Colombia la violencia.
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