En la Comisión Quinta de la Constituyente se debatió el “derecho de la mujer a la libre elección de la maternidad” y la primera reacción fue de sorpresa, aunque poco a poco se fueron abriendo las mentes. Ya en la plenaria se impuso la hipocresía.
Sabía que dos derechos que llevaba en mi agenda iban a quedar en el camino en la Asamblea Constituyente: el “derecho de la mujer a la libre elección de la maternidad” y el “derecho de las personas a la muerte digna”.
No dudé en impulsarlos de cabo a rabo en las discusiones y votaciones, llegué con ellos hasta la cima de la plenaria, donde pedí votaciones secretas para que los constituyentes pudieran expresarse con franqueza.
Al primero le faltaron solo once votos para la mayoría, el segundo resultó más audaz e irreverente para mis colegas.
La idea que me había hecho desde joven de cómo se transforman las culturas me decía que los cambios empiezan su recorrido desde cuando son inimaginables e imposibles, siquiera de considerar, y poco a poco toman curso en procesos imperceptibles hasta irse acomodando en la condición de normalidad en las sociedades.
Había crecido en el espanto del machismo trasunto de nuestra cultura patriarcal de tiempos de la Colombia rural y campesina en la colonización antioqueña del antiguo Caldas y el norte del Valle del Cauca. Los bisabuelos colonizadores, que eran campesinos andariegos, fundaron los poblados en los que nuestros padres y nosotros vivimos. Fuimos las primeras generaciones urbanas y sedentarias de aquella historia.
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Las matronas de nuestra tierra, no obstante los atavismos de predominio masculino heredados de las tradiciones profundas de la Conquista y la Colonia española, nos enseñaron, con su altivez y su rebeldía, el poder del liderazgo de la mujer en la dinámica social, su sentido de las libertades y la dignidad humana, la fuerza de su carácter en la administración de sus dominios en la cotidianidad del hogar y, hacia afuera en la sociedad, el empuje que imponían al avance las comunidades con la marca propia del género femenino impresa en sus espacios, en el mando de sus terrenos, con el poder de su naturaleza. Mujeres berracas, en el idioma de hoy.
En la Comisión Quinta de la Constituyente nos repartimos el trabajo en subcomisiones pequeñas y en mi grupo, con los colegas, construimos los borradores de los derechos económicos y sociales. Puse sobre la mesa el “derecho de la mujer a la libre elección de la maternidad” y la primera reacción fue de sorpresa, pero mientras desarrollaba la argumentación, se iban abriendo sus mentes y a poco andar fueron poniéndole granos de pimienta a la conversación.
Al segundo día de discusión, alguno de los compañeros aportó como prueba de la hipocresía de la sociedad la edición fresca que compró en el andén del frente de uno de los tabloides amarillistas de la época que traía, desde la primera hasta la última página, numerosos anuncios en discretos recuadros en los que se ofrecían servicios de abortos clandestinos. Esa vergonzosa red de mataderos de mujeres regada en la trama urbana de nuestra taimada capital se toleraba con silencioso cinismo.
Acordamos presentar el texto del artículo al pleno de la Comisión Quinta, pero llegada la hora vi que los colegas agachaban la cabeza y se bajaban de la idea. Borré de mi memoria el detalle de esas intimidades de nuestra sala de trabajo —no importan pasados los años— sobre todo tratándose de la tarea encomiable que al final de cuentas hicimos juntos. Así las cosas, en la Comisión la propuesta no dio un brinco.
No obstante, seguí mi trasiego con el artículo hasta el hemiciclo de la Asamblea en pleno.
El reglamento interno que nos dimos permitía la discrecionalidad de llevar a la deliberación de los constituyentes asuntos que fueran derrotados en comisiones. La regla la había propuesto yo mismo, argumentando que a todos nos interesaba la integridad de las discusiones y no querríamos que fuesen excluidos nuestros puntos de vista, aunque no pudiésemos estar de cuerpo presente sino en la propia comisión, a la que solo llegarían parte de los temas de la carta.
Con mi texto sobre la libre elección radicado en plenaria, a lo largo de las semanas se fue recargando el ambiente. Supe que circulaban por la sala gráficos grotescos e hirientes y que se ejercían presiones desde púlpitos encumbrados. Pasé por en medio del ruido sin tocar aro y sin darme por aludido, convencido de que la causa es justa y que los años terminarían por darme la razón, como en efecto ha ido ocurriendo.
A la hora de la votación hubo brotes de histeria de ilustres y queridos compañeros sembrados en sus asientos, desde donde me interpelaban a voz en cuello. Ya el reglamento impedía la deliberación. Pedí a la Presidencia que reabriera el debate, pero la votación siguió su curso. Un colega liberal de la vieja guardia pasó por el lado de mi pupitre, camino a la urna, me miró socarrón y con leve sonrisa me guiñó un ojo. Me anotaba el gol.
Por mi lado, sabía que era necesario resistir en medio de la hipocresía de los políticos y la sociedad, indolente del dolor de millones de mujeres vejadas, mientras las cosas cambiaran. Cuando los colegas preguntaban en voz alta si lo que proponía era la legalización del aborto, a falta del derecho a revirar, ya en pleno curso la votación, les dediqué esta flor: “Amigos, es el derecho de las mujeres de Colombia a parir hijos fruto del amor y el compromiso, y es el derecho de los hijos de Colombia a nacer rodeados de amor y protección”.
*Ivan Marulanda Exconstituyente y actual senador.
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