Por: Marlene Singapur.
La sociedad colombiana enfrenta por estos días una forma límite de sus ancestrales contradicciones. Así nos ofrece la historia un nuevo reto y una nueva oportunidad, para engrandecernos o empequeñecernos, aunque algunas voces desalentadas por nuestros imperturbables hábitos —incluyendo a la Revista Semana—, anuncian de antemano lo segundo.
Por un lado, tenemos la indignación que causa en una gran parte de la población la actividad política ejercida por el partido de las FARC, que sin haber pasado por los filtros correspondientes de la justicia ya pisan las plazas públicas. Indignación que no sólo ha sido promovida por el Centro Democrático, sino por la marrullería y el legalismo de las instancias del Estado encargadas de reglamentar la justicia especial. Incluso por las propias FARC, cuya desinteligencia y actitud retadora se inician en el momento de negarse a diferenciar su nombre de organización rebelde de su nombre de partido político. No han entendido. Siguen embelesados con la imagen de la entrada triunfante de Fidel a La Habana.
Si insisten en no distinguir entre los procedimientos y la mentalidad de un ejército de liberación y los de un partido político moderno, los uribistas no tendrán que hacer ningún esfuerzo para atizar las emociones de una ciudadanía prevenida.
Las evidentes ganancias que en democracia y seguridad ha conquistado la sociedad colombiana a partir de la firma del proceso de paz, son tan profundas que deberá pasar una generación entera, por lo menos, para que puedan adquirir su justa medida, ante los ojos de una ciudadanía hoy sometida a un debate público pleno de mezquindades. Es lo que habrá que agradecerle en su momento a Juan Manuel Santos: haber sacrificado la popularidad momentánea a favor de la historia. Para eso se requieren más de tres huevitos.
El dilema de la sociedad colombiana en este caso es poder sopesar las ganancias que a futuro nos dejan la entrega de armas y la reintegración a la vida civil por parte de las FARC, y el condicionamiento de esa reintegración al pago de cárcel.
Aunque ese debate en lo inmediato esté atravesado de tecnicismos judiciales y oportunismos políticos que ensucian el análisis, es urgente que no dejemos de contemplar el fondo y el largo plazo, a pesar de las FARC.
Y por otro lado tenemos los retos que plantea a Colombia el caso de Álvaro Uribe Vélez, alter ego de las FARC, en quien hoy toma forma nuestra tendencia histórica a vitorear acciones delictuales como forma de Estado. Costumbre a la que en el caso de Uribe Vélez se adiciona la inaudita y pública ostentación de un clan mafioso, cargado de patriotismo.
La cantidad de muertes, mentiras, dilaciones, sobornos, abusos y violaciones que rodean la vida pública y privada de Álvaro Uribe Vélez, y la de sus familiares, amigos y colaboradores, constituyen un arsenal de señales y pruebas de tal magnitud, que de salir ileso de la justicia podríamos decir sin ninguna duda que Colombia es un país fallido, postrado frente a la delincuencia común.
Seriamos unos parias internacionales. Una pobre nación a la que un olímpico y sinvergüenza malandrín logró acobardar, armado de un megáfono. El elefante de Samper o el ataque al Palacio de Justicia serían anécdotas históricas frente al daño que la impunidad en el caso de Uribe Vélez haría a la democracia colombiana.
Costos históricos que el siempre astuto Senador ha querido transferir a la ausencia de cárcel para los integrantes de las FARC. La diferencia salta a la vista: mientras ‘Timochenko’ ha sido siempre un guerrillero, ¡Uribe Vélez ha sido nuestro presidente por ocho años!
En ambos casos, el de las FARC y el de Álvaro Uribe, nuestra única salida es apostarle a la eficacia, prontitud y majestad de la justicia. Una valoración que la Revista Semana parece no compartir, según se desprende del análisis que hace en su última edición del proceso de Uribe Vélez, en los siguientes términos (el subrayado es nuestro):
“Como se ven las cosas hoy Uribe podría ser juzgado por manipulación de testigos y falsa denuncia contra persona determinada. Estos tienen penas de cárcel, pero a ese escenario no se va a llegar. Los colombianos no están dispuestos a aceptar que Timochenko esté buscando la Presidencia y Álvaro Uribe esté tras las rejas. Si esto llegara a suceder, habría serios problemas de orden público. Aun sin condena, el solo hecho de que Uribe llegue a ser llamado a indagatoria generaría un terremoto político. La mitad del país lo cree inocente y objeto de una persecución política (…)”
“Qué susto”, es, en síntesis, el mensaje que envía Semana ante la posibilidad de que el voluminoso prontuario de Uribe Vélez le traiga las normales consecuencias penales previstas en cualquier Estado de Derecho. A cualquier costo —en todo caso siempre menores a las consecuencias que nos acarrearía dejarlo impune—, el país debe darse la pela de enfrentar con argumentos puramente legales este caso, mucho más con el cinismo que Uribe Vélez lo expone públicamente.
Estamos frente a los dos protagonistas de la historia colombiana, hoy caricaturizados con horror e impudicia por la coyuntura del mercado mundial del narcotráfico, que campea por Latinoamérica asfixiando y corrompiendo nuestras instituciones y valores ciudadanos.
De la misma forma que la fuente del narcotráfico no la podremos desmontar solos, casos como el de las FARC y Álvaro Uribe Vélez reclaman la colaboración internacional, con el fin de intensificar los reflectores sobre quienes han hecho de la debilidad institucional y la ambigüedad moral colombiana, su inexpugnable madriguera.
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