Comencemos porque no sabemos qué es lo que sí sabemos; o más exactamente, que el común de la población por falta de divulgación no conoce lo que sí se sabe.
En este listado aparece lo más importante como es:
¿Cuándo alguien puede contagiar a otra persona?
Lo normal en las enfermedades contagiosas es que su transmisión solo ocurre cuando los síntomas se vuelven aparentes (caso de la rubíola y esa familia).
¿Es el COVID solo contagioso durante el período en el que la enfermedad se manifiesta?
¿Cuánto sería la duración normal de ese período? ¿Una semana, dos semanas, tres semanas?
¿Desde cuándo una persona que sufre el contagio se vuelve contagiante en potencia? ¿Y hasta cuándo?
¿Cuándo son los asintomáticos contagiosos?
No sabemos tampoco, o mejor, tenemos demasiadas versiones sobre la transmisibilidad del virus: el tiempo de vida fuera del organismo parece ser de algunas horas y su ingreso al cuerpo humano solo puede pasar por las mucosas (garganta, nariz y ojos); por eso se explica que el distanciamiento, lavarse las manos y el tapabocas son las medidas apropiadas; pero no se entiende entonces para qué la desinfección de las suelas de los zapatos y menos aún de las ruedas de los carros.
Pero además es ahí donde el costo beneficio del confinamiento no parece justificarlo.
No se sabe hasta dónde o hasta cuándo el haber sufrido y superado la enfermedad crea inmunidad hacia una repetición. O porqué el abanico tan amplío en los niveles de gravedad del mal -desde asintomáticos hasta los muertos-; o cuáles de los complementos vuelven al individuo más vulnerable (¿diabetes, epox, hipertensión, etc?)
Respecto a los tratamientos no hay claridad respecto a la forma en la que se ha progresado en su desarrollo para disminuir sus efectos y en especial sus letalidad.
La persona que se contagiaba el inicio de la pandemia no tenía prácticamente ninguna ayuda que disminuyera o controlara en alguna medida el progreso de la enfermedad.
Hoy el problema es saber cuáles de las indicaciones son las más correctas o apropiadas como tratamiento (van desde las aprobadas por la OMS o la FDA -Remdecivir, Azitromicina, Dexametasona-, pasando por las que por experiencia caseras son efectivas – ‘cócteles’ de anticoagulantes, antiinflamantes y probióticos-, hasta sujetos de grandes de debates como la Invermectina o el método ECMO).
Sobre cuándo o en cuáles etapas se pueden o deben usar cada uno de estos instrumentos (antes de hospitalizarse, o solo en las UCI o con el respirador mecánico) no existe consenso, ni información suficiente sobre los posibles daños colaterales en caso de uso inoportuno.
Poca claridad se da respecto al momento que se deben usar, pero menos aún hasta dónde podrían ser profilácticas y valiera la pena tomarlas por prevención (que es lo la gente aspiraría).
Casi ninguna mención existe respecto al período de convalecencia para quienes sufrieron el mal.
No hay ninguna explicación de porqué unos países sí han logrado controlar prácticamente en forma total el mal (China, Singapur, Nueva Zelandia, Islandia, Taiwán, Portugal, etc) o porqué son los países más desarrollados los menos exitosos en el manejo (entre los diez con peores indicadores de porcentaje de contagio y muertes están Estados Unidos, Reino Unido, Italia, Francia, España, Bélgica).
La información que se repite día tras día oficialmente y por los medios de comunicación respecto a la cantidad de infectados, de muertos, de entrados a las UCIs, de recuperados, no ayuda en nada al conocimiento del mal o a cómo y cuándo es éste más peligroso o crítico para las personas.
Lo que sí se sabe es que en nada ayuda a los individuos para su propio comportamiento el informe diario de esas estadísticas (o el programa diario del Presidente).
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