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La contradicción entre el cristianismo y la derecha en Colombia

En el fondo, la derecha no se opone al autoritarismo o al fracaso económico per se, sino a la amenaza que representa una redistribución real del poder y la riqueza. Es allí donde el cristianismo original —radical, empático, igualitario— se vuelve incómodo, y por eso debe ser transformado en símbolo de tradición, familia y propiedad, en lugar de justicia, solidaridad y liberación. La pregunta, entonces, no es por qué la derecha ama tanto a Jesucristo, sino qué versión de él han fabricado para poder amarlo sin tener que escucharlo.

La relación entre la derecha política —especialmente en países como Colombia— y el cristianismo, (incluye evangélicos y católicos), ha sido duradera, intensa y profundamente contradictoria. 

Resulta al menos paradójico que sectores conservadores, que respaldan modelos económicos neoliberales y estructuras sociales jerárquicas, se identifiquen tan estrechamente con la figura de Jesucristo, un predicador que, según los Evangelios, vivió como un pobre, denunció la acumulación de riqueza, se rodeó de marginados y proclamó la igualdad espiritual y material de todos los seres humanos.

El mensaje social de Jesús —“amaos los unos a los otros”, “el que tenga dos túnicas, que reparta con el que no tiene”, “bienaventurados los pobres”, “más fácil es que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de los Cielos”— se alinea, en muchos sentidos, con los ideales de justicia social promovidos por movimientos de izquierda

Compartir los bienes, asistir al necesitado, combatir la codicia y denunciar la opresión son consignas que, en términos modernos, podrían tildarse de “socialistas” o incluso “comunistas”.

Desde la lógica neoliberal, sin embargo, estos principios son reinterpretados o ignorados. 

El “tomad y bebed todos de él” se convierte, no en una invitación a compartir, sino en un rito privado, despojado de su dimensión comunitaria y social. El mandato de “amar al prójimo” se reduce a una responsabilidad individual, no a una exigencia de transformación estructural. 

De este modo, el cristianismo es domesticado y convertido en un bastión moral que justifica el orden existente, en lugar de cuestionarlo.

La derecha colombiana —como muchas otras en América Latina— se aferra a valores religiosos para legitimar su discurso, pero rara vez aplica los valores cristianos cuando se trata de políticas públicas

Por ejemplo, mientras rechazan con vehemencia las dictaduras comunistas por sus violaciones a los derechos humanos, guardan silencio —o incluso apoyan abiertamente— a regímenes de extrema derecha que cometen abusos igual o más graves. 

Pinochet en Chile, Videla en Argentina o incluso el paramilitarismo en Colombia gozan de cierta indulgencia en los sectores conservadores, no porque hayan sido menos violentos, sino porque sus víctimas eran, en su mayoría, pobres, campesinos o militantes de izquierda. En otras palabras: “los que no importan”.

Este doble rasero moral también se refleja en el análisis económico. 

Se critican sin descanso los fracasos del socialismo en Cuba o Venezuela, pero se pasa por alto la corrupción endémica, la desigualdad estructural y la violencia estatal en democracias capitalistas como Haití, Honduras y Guatemala

Se olvidan, convenientemente, los bloqueos económicos, las guerras mediáticas y las sanciones que asfixian a los países de izquierda, mientras se ignora que, en naciones “libres de comunismo”, millones siguen viviendo en condiciones indignas, no por culpa del marxismo, sino del neoliberalismo, la privatización y la concentración de riqueza.

El problema no es la defensa de los derechos humanos o el bienestar económico en sí, sino la selectividad con que se aplican esos principios. Se condena lo que hace el “enemigo ideológico” y se minimiza lo que hace el “amigo político”. 

En el fondo, la derecha no se opone al autoritarismo o al fracaso económico per se, sino a la amenaza que representa una redistribución real del poder y la riqueza. Es allí donde el cristianismo original —radical, empático, igualitario— se vuelve incómodo, y por eso debe ser transformado en símbolo de tradición, familia y propiedad, en lugar de justicia, solidaridad y liberación.

La pregunta, entonces, no es por qué la derecha ama tanto a Jesucristo, sino qué versión de él han fabricado para poder amarlo sin tener que escucharlo.


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