
En tiempos de cambio, el ruido es inevitable. Las sociedades que se transforman, que intentan corregir sus fallas estructurales y avanzar hacia modelos más justos, despiertan temores y resistencias.
En medio del debate surgen consignas repetidas hasta el cansancio, se lanzan acusaciones sin fundamento y algunos, desde posiciones de poder o influencia, intentan sembrar el miedo. Pero más allá del bullicio, conviene preguntarse:
¿Qué hay realmente detrás de todo esto?
La respuesta más evidente es que la democracia sigue en pie. Las instituciones funcionan, las libertades se mantienen, y el país continúa su camino, con avances y tropiezos, como ocurre en cualquier sistema democrático.
A pesar de los gritos de «dictadura» que algunos entonan sin pruebas ni argumentos consistentes, lo cierto es que los pilares del sistema democrático colombiano no han sido desmontados.
El Congreso de la República continúa su labor, debatiendo proyectos de ley, bloqueando reformas cuando así lo decide, ejerciendo su rol como contrapeso del Ejecutivo sin censura ni persecución.
Las altas cortes, desde la Corte Constitucional hasta la Corte Suprema, siguen operando con independencia, revisando leyes, fallando en derecho, y garantizando justicia sin interferencias del gobierno.
Las instituciones autónomas, como la Fiscalía, la Procuraduría, la Contraloría y la Defensoría del Pueblo, no han sido intervenidas ni cooptadas. Funcionan como corresponde en una democracia: con autonomía y control.
Incluso los gobernadores y alcaldes, elegidos por voto popular, mantienen la dirección de sus territorios sin imposiciones desde la Casa de Nariño.
No hay centralización forzada del poder, ni se han suspendido derechos fundamentales como la libertad de expresión, el derecho a la protesta o el acceso a la información. Entonces, cabe preguntarse:
¿Por qué persiste el discurso alarmista?
La respuesta está en los intereses. El cambio que propone el gobierno actual incomoda a quienes históricamente han ostentado privilegios.
Algunas élites económicas, políticas y mediáticas ven amenazados sus espacios de influencia y optan por sembrar desinformación como estrategia de defensa. Se construye una narrativa del miedo con el fin de bloquear las reformas sociales que beneficiarían a las mayorías, y de paso, deslegitimar al presidente Gustavo Petro.
El rechazo irracional a reformas como la laboral, la de salud, la educativa o la tributaria, no sólo debilita al gobierno: debilita al país.
Cuando se obstaculizan políticas que buscan mejorar las condiciones de vida de millones, se perpetúa la desigualdad, se erosiona la cohesión social y se alimenta la frustración.
Negarse a construir, por odio o cálculo político, es una forma de violencia que afecta a toda la ciudadanía.
La situación fiscal es especialmente preocupante.
Bloquear la Ley de Financiamiento o modificar radicalmente la reforma tributaria sin proponer alternativas responsables, deja al Estado sin recursos para cumplir con sus obligaciones básicas. Y esto no golpea solo al gobierno, sino a toda la sociedad. La salud pública, la infraestructura, la educación, el empleo: todo se ve afectado.
No creemos en un país donde a uno le va bien porque al otro le va mal. Esa lógica es perversa. Si el gobierno fracasa, fracasamos todos. No se puede desear el colapso de la economía o del sistema de salud solo para demostrar que “teníamos razón”.
La democracia, precisamente, consiste en debatir con altura, confrontar ideas con argumentos, exigir resultados, pero sin destruir el tejido institucional que garantiza nuestras libertades. No se trata de fe ciega en ningún líder, sino de juicio crítico y compromiso ciudadano.
Pilas. No se dejen arrastrar por el odio ni la manipulación. La democracia sigue viva, el país sigue en marcha, y todavía hay mucho por construir.