Nelson Amaya describe el ‘conjunto normativo’ wayuu y el valor del uso de la palabra como solución a todos los conflictos, un mensaje que podría darnos qué pensar.
En la recopilación de Como construir un nuevo pacto social se destaca un artículo de Nelson Amaya sobre la estructura social y política de la cultura o civilización wayuu.
No pretende ser una propuesta para reformar la Constitución de Colombia ni para que asumamos lo que son probablemente las costumbres más persistentes entre las de los grupos étnicos auténticos de nuestra tierra.
Sí contiene un enfoque interesante, según el cual la relación entre dos culturas diferentes puede manejarse de acuerdo a un pacto entre ellas, siempre y cuando ese sea el propósito de ambas partes.
Esto referido al vínculo entre el Estado Colombiano y el reconocimiento que debe dar a las tradiciones y legislaciones de los habitantes ancestrales de nuestro territorio.
En particular la referencia es a la sentencia de la Corte Constitucional T302 que “reconoció las obligaciones estatales incumplidas y les fijó plazos y mecanismos para atender el maltrecho vivir de los wayuus”.
Pero lo realmente interesante es la explicación o análisis que hace el Dr. Amaya de la organización social y política de esa etnia.
Interesante porque no se trata de un estudio o o enfoque sociológico y menos aún antropológico, donde quien describe es un científico que está observando desde la distancia un caso para disecarlo y enmarcarlo dentro de una de esas ciencias.
El autor no es extraño a esas costumbres ni a ese modo de ver el mundo, y por el contrario nos permite verlo como desde adentro se entiende, y como hasta cierto punto ellos nos ven. Describe el ‘conjunto normativo’ bajo el cual se rige la vida de esas comunidades pero no con la curiosidad de quien es ajeno a ellas sino con la visión de una normalidad diferente a la que nosotros conocemos.
La filiación matrilineal, la sustitución de la administración de justicia por la institución del mediador -‘palabrero’-, la cuantificación y reparación de todo daño en forma de compensación monetaria, y sobre todo el valor del uso de la palabra – es decir del principio del diálogo- como solución a todos los conflictos es un mensaje o un ejemplo que podría darnos que pensar.
Pero repito, no es ese el objetivo del escritor; busca más ilustrar para que entendamos que nuestro orden social, político y ‘jurídico’ no necesariamente es el único, y por supuesto no explicita, ni probablemente intenta, cuestionamiento alguno o comparación con nuestro sistema ‘democrático’.
Traslada al lenguaje y a la visión institucional de cómo se maneja entre ellos un conflicto, la forma de solución que conoce esa cultura, en el sentido de darle a la Corte Constitucional el rol equivalente al del palabrero, de quien ‘manda la palabra’, para a través del reconocimiento de la razón de la contraparte, proponer compensar el daño causado.
Para quien no conoce La Guajira y su gente, puede sorprender más que el modelo de jerarquía y organización familiar, el sistema de resolución de conflictos.
Pero, sin hacer énfasis en ello, lo que el ensayo muestra es que la ‘resiliencia’ -que dicen ahora- de algunos grupos indígenas de nuestro país, no se debe a que sean poderosos por lo ricos o por lo fuertemente armados, sino porque sus instituciones les han permitido vivir en armonía, sin necesidad de insertarse y superando el modelo económico y político que pretende absorberlos o atropellarlos.
No todo esto lo dice ese escrito pero sí lo sugiere y permite deducirlo.
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