Por: Juan Manuel López C.
El escándalo o debate por las declaraciones del vicepresidente Garzón sobre la línea de pobreza estuvo bastante desenfocado.
Claro que es interesante, importante y necesario para cualquier política tener la información sobre las condiciones y conformación de la población colombiana. En este caso saber cuál es el ingreso promedio indispensable para llenar unos requerimientos mínimos para vivir a uno u otro nivel, el que a su turno debe clasificarse.
El documento que originó la polémica lo que hizo fue establecer definiciones y cambios de metodología para producir esa información en forma más eficiente. Sobre si eso se logra así o no, es que es conveniente el debate; y no sobre si un ingreso de 190.000 pesos por persona es suficiente para hacer el mercado, o si eso equivale a pobreza o no; primero debe definirse en abstracto con cuál metodología de medición se trabaja –que es lo que contenía el estudio-, y después concretarse cuáles son las variables que se derivan o aplican en cada caso. Metodologías hay muchas, definiciones también; pero cuál es la mejor no depende de los datos que bota, ni si coincide con lo que piensa la ‘opinión pública’, sino si sirve el objetivo que se busca.
El análisis debería ser sobre si la información que se genera es más útil y completa, y si al producirla lo que se trató fue de manipularla para confundir la percepción o el conocimiento que quien la recibe tiene de la realidad. En este caso la controversia giró en la forma exactamente contraria, desviándose de lo primero que era lo principal, y enredándose en lo que se debía evitar.
Teniendo en cuenta que la nueva metodología supone producir más información, más sofisticada, y que, por ser la que como avance usan más países permite comparaciones, hay poca duda sobre la conveniencia de seguir con ella.
Infortunadamente esa empantanada produjo el efecto doblemente contrario: confundir sobre cómo está evolucionando la pobreza en Colombia (como si el cambio de metodología lo que mostrara fuera lo que cambió en la realidad); y el no saber porqué se dispuso ese cambio y si sí va a llenar el cometido que se desea.
Este tipo de problemas no se generan si el gobierno socializa debidamente con la ciudadanía lo que se hace y porqué se hace, y si mantiene en paralelo por un tiempo los datos de la anterior metodología para que no se pierda el seguimiento de lo que va sucediendo. En conclusión, los cambios a mejores metodologías de medición son buenos y convenientes pero toca realizarlos apropiadamente.
Lo que lleva a la posibilidad de cambiar el sistema de medición e información sobre otros aspectos de la economía. En concreto sobre las cifras de la actividad agropecuaria.
Lo divulgado respecto a la situación del campo es evidentemente desinformante en relación a lo que se vive en la realidad. Se publicó que el primer trimestre de este año mostraba un crecimiento del 7.8% y para el semestre se convirtió en 2.2% (o sea que para el segundo trimestre correspondería un crecimiento de -3.4%). A todas luces esto ya implica una mala metodología.
Pero el solo hablar de crecimiento parece imposible en la realidad. El cambio climático (se presume que es eso) ha producido efectos catastróficos en el café, la palma africana, el arroz, los pastos, el maíz (probablemente también en otros rubros, pero estos son de lejos los mayores); las inundaciones y las malas relaciones con Venezuela ya habían golpeado fuertemente la avicultura, la lechería y el ganado de carne; este conjunto representa más del 90% del sector. Es decir que en producción la disminución además de indiscutible ha sido violenta.
El que los precios suban puede confundir al respecto (por ejemplo la cosecha de café cayó en 30% pero los precios aumentaron el 300%, casi diez veces más); también el que las siembras aumenten aunque la producciones sean a pérdida (caso del arroz); también que, por medirse en valores y no en medidas de producción, se muestren como parte de los resultados positivos lo que son los subsidios del Estado (caso de la palma); o que el contraste sea con situaciones coyunturales en las que no se tiene en cuenta como disminución la destrucción del aparato productivo y solo se compara la producción de lo que sobrevivió a una catástrofe (caso de la avicultura y la ganadería).
Hablar de ‘crecimiento del sector agropecuario’ es como si por alguna tragedia se dañaran los pozos de petróleo y los trenes que sacan el carbón fueran destruidos por la guerrilla, acabando con el 50% de la producción del sector de minas y petróleos, pero que por un alza de más del doble en los precios se dijera que el sector está creciendo.
Una metodología de medición que ponderara debidamente lo que es precios, lo que es producción, lo que es subsidios, lo que es aumento de costos, y en todo caso el mayor tipo de factores que inciden en la realidad de la explotación del campo, ayudaría mucho a poner a funcionar la ‘locomotora’ del sector rural que tanto necesita Colombia y de la que tantos colombianos dependen.