Por: Juan Manuel López C.
Una reflexión que cada cual debería hacerse es ¿Cómo sería yo si fuera un ‘político’? o ¿Cómo debería ser un líder político?
Lo primero a clarificar sería lo que se buscaría en la actividad política. La respuesta obvia: ayudar a construir un modelo de sociedad y de Estado de acuerdo a unos análisis y convicciones propias; pero hoy prácticamente a nadie se le ocurre esto. Para la población en general es claro que la ‘política’ es para figurar, volverse importante y poderoso, y no pocas veces ricos; y seguramente quienes ya están en esa actividad se mofarían de alguien que tuviera una preocupación diferente a la de cómo ganar elecciones.
Una vez definido el propósito, lo consecuente sería ubicarse dentro del espectro de los partidos, de acuerdo a lo que ellos se supone que defienden. Para citar como ejemplo mi caso personal, en la medida que el Partido Liberal ha sido el que reivindica la necesidad de un cambio en el orden social y que el camino debe ser el de unas muy profundas reformas o el equivalente a una revolución pero por la vía institucional, esa sería la opción.
Pero respecto al ‘Partido Liberal’ toca un par de aclaraciones:
La primera que bajo ese nombre han convivido dos tendencias cada vez más contradictorias: la que da una prioridad absoluta a la libertad del individuo (y por eso toma ese nombre), que corresponde las ideologías nacidas para enfrentar inicialmente la omnipotencia del soberano, y después la del Estado (es decir, las monarquías, las tiranías, y los estados totalitarios); y de otra parte la que da más importancia a la armonía ciudadana, basada en que por sobre el derecho individual están la necesidad de una justicia social. Mientras para la primera la competencia debe dar el orden natural de la comunidad, para la segunda la responsabilidad social y la solidaridad deben ser las que determinan la clase de sociedad que se busca y el estado que la debe organizar. Hoy la primera ha coronado casi en forma absoluta (‘el fin de la historia’) con el modelo o las tesis neoliberales, al tiempo que la segunda ha estado arrinconada y casi desaparecida. En el mundo esta situación es revisada y a ella se atribuye la crisis de las economías, las confrontaciones y guerras entre culturas, y la destrucción del medio ambiente –es decir el fracaso y el retraso en lo que debería ser el avance de la humanidad-. Pero en referencia a la actividad política del Partido Liberal en Colombia el resultado es aún más claro en el sentido que al identificarse con esa línea perdió totalmente la sintonía con su electorado: lo dicen las votaciones cuando, después de haber peleado y compartido durante siglo y medio el puesto de partido mayoritario, en escasos quince años cayó a menos del la quinta parte en el Congreso y a un escaso el 7% de la votación total su candidato presidencial.
Esto lleva a la segunda aclaración, a saber, que también su organización ha mostrado tradicionalmente una división: por su propia naturaleza de partido de debate siempre existe una línea oficial y unos grupos, movimientos o disidencias que proponen un cambio de orientaciones y de directivas; casos se dieron con Gaitán, con el MRL o con Luis Carlos Galán, sin embargo nunca el ‘oficialismo’ había estado tan lejos del respaldo popular (se repite: lo muestran las votaciones).
Siempre en el escenario teórico de quien deseara ‘hacer política’, el siguiente paso sería entender el contexto del momento. Por supuesto a comenzar por cómo y quién es el Gobierno, y cómo y quién representa alternativas (u oposición) a él. De esto último no hay mucho que decir: ni como partidos ni como líderes se ve nada que tenga peso, en cuanto a proponer algo distinto, coherente y en consecuencia que pueda tener algún impacto para el país; solo giran alrededor de cómo maniobrar en función de las elecciones, pero no teniendo verdaderas propuestas de alguna significación; que ganen o pierdan solo cambiará la suerte de sus candidatos pero para nada la del país. El contexto en resumen se reduce –por lo menos por ahora- a la ‘Unidad Nacional’ y el Gobierno de Juan Manuel Santos.
Esclarecer la personalidad del Presidente Santos se vuelve esencial. Pero no para calificar sus características sino simplemente para entenderlas y trabajar con ellas.
No peca de ambición en ningún aspecto: como él mismo lo dijo, ha tenido todo, y ni el poder, ni el dinero, ni la figuración son una meta para él. Tiene en cambio una vanidad superlativa: tanto como su obsesión a lo largo de la vida era llegar a Presidente, ahora su fijación es pasar a la historia en forma destacada. Se menciona su falta de lealtad; la realidad es que es furiosamente leal, pero a sí mismo: no tiene compromisos con individuos, ni con ideologías, ni con partidos, ni con modelos, y por eso mismo no tiene posiciones en contra de nada ni de nadie sino una gran capacidad de adaptación a las circunstancias. Sin duda alguna es inteligente, analiza y estudia y prepara sus acciones y además las acompaña de la habilidad para llevarlas a la práctica. Por último, lo que tanto se repite, es un jugador nato, un apostador fuerte acostumbrado a que interesa tanto o más el estudio del adversario que las cartas que uno tiene. Un buen ejemplo es su relación con Uribe: la limita a repetir que lo admira, y a manejar las políticas y nombramientos que se requieren para corregir la catástrofe que dejó; es problema de Uribe como manejar eso; no hay peor ciego que el que no quiere ver, y solo esos ciegos no entienden que ninguna persona inteligente y con personalidad podía comprometerse con la continuidad de los enfrentamientos con las Cortes o con los vecinos; o con el tratamiento a la oposición, a los independientes, a las ONG’s; y solidarizarse con los delitos ya conocidos. La habilidad ha consistido dejar que el espejo retrovisor opere solo, sin necesidad de destacar o reivindicar diferencias y distancias que se expresan por sí mismas.
Es de suponer que con su inteligencia tiene claro que, si no logra una paz en el país, cualquier gestión por buena que sea será solo otra administración más del tiempo de la guerra. Y en sentido contrario, que un acuerdo de paz, cualquiera que sea, lo pasa ipso facto a la historia, además de facilitar otra clase de resultados positivos.
Y sus otras características –falta de compromiso con cualquier persona o línea; habilidad para moverse tanto en el escenario como en la sombra; vocación para apostar duro-, permiten que sea la persona apropiada para una negociación. Negociación que también debe tener claro que es solo un aspecto formal, porque no puede llevar a ninguna verdadera salida o solución.
De ser correcto este análisis, las elecciones de octubre (y cómo se divide el uribismo y el santismo o el centro derecha y el centro izquierda) no solo son de poca importancia dentro de una perspectiva histórica, sino tampoco es lo que más trasnocha al primer mandatario. Y de ser esto así, es sobre estas bases que deberían trabajar quienes tienen más preocupación por el futuro y por el país que por ellos mismos, y sobre todo quienes vemos que para poder enfrentar el verdadero problema nacional –el de una sociedad y un estado mal organizados- es requisito acabar con el pretexto de que la prioridad es la llamada ‘guerra al terrorismo’.