Por: Juan Manuel López
La versión anterior del diluvio la vivió de Noé, a quien Dios le ordenó construir un arca porque iba a acabar con lo existente y le encargó la misión de proteger una pareja de cada especie para comenzar una regeneración del mundo.
Santos ha hecho una muy apropiada presentación parecida, enfocando la tragedia que vivimos como la oportunidad para construir una nueva Colombia; ojalá que sea en el entendido que él asume que hoy la voz del pueblo es la voz de Dios, y que lo que como mandatario se compromete no es a reconstruir para dar vigencia al mismo modelo, sino a acabar con el anterior e implantar uno nuevo.
Desde el punto de vista del respaldo político para hacerlo ha tenido la suerte de contar con la unidad nacional alrededor de dos catástrofes: la que dejó el anterior Gobierno y la que nos envió San Pedro.
La primera porque Santos ha tenido claro por donde no seguir, y fuera del uribismo no encuentra opositores del mundo político a un programa de cambio. La corrección de lo que fueron las políticas y el estilo del Dr.Uribe han producido un alivio tan evidente que sobra enumerar los campos en los cuales se ha dado. Los únicos temas en los cuales no se ha descalificado la gestión anterior serían la actitud ante la guerrilla y, en algunos aspectos, el modelo económico. Pero el ambiente dejado permite e invita a un gran proceso de cambio.
Pero la segunda, la tragedia invernal, es más importante porque mostró en qué sentido debe orientarse ese cambio, esa reconstrucción de la Nación.
Lo que más se ha destacado con las inundaciones es que los afectados son casi exclusivamente los sectores más pobres de la población. Tanto en las ciudades como en el campo lo que se ve es el sufrimiento de quienes no tiene ningún amparo posible ante sus desgracias; los más de dos millones de damnificados –probablemente nuevos desplazados- provienen de las filas de los excluidos y nos muestran en una forma más impactante la cara de quienes padecen esa condición.
Porque lo segundo que ha mostrado este diluvio es el nivel de pobreza de lo que solo conocíamos como una cifra en una estadística: cuando hablan de rescatar sus bienes se refieren a un colchón y un par de gallinas, y cuando mencionan que no tendrán ingreso se refieren al pan coger de una hectárea; las imágenes que vemos nos ilustran sobre lo que significan las palabras indigencia y pobreza que se repiten tanto.
Más que al ‘fenomeno de la Niña’ o a la temporada invernal la tragedia del país se debe a la realidad socio económica que tenemos. La desigualdad que expresa el famoso coeficiente Gini (casi la más alta del mundo) se manifiesta en una forma que hace imposible cerrar los ojos: es fruto de un modelo económico que ha empujado a los menos favorecidos a vivir en zonas de riesgo, hacinadas en los suburbios de las ciudades, o arrinconadas en los terrenos inestables de las montañas o los ríos.
Al arca de Santos tendría que subir el propósito de pensar más en la armonía y la justicia social que en el desarrollismo económico; más en la intervención y planeación del Estado que en el orden generado por el mercado; más en la dirección y las orientaciones que se fijen en las políticas que en las que determine la tecnocracia; más en el reconocimiento de los derechos del ciudadano que en programas asistencialistas.