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El metro elevado de Bogotá: una estafa que insulta la inteligencia del pueblo

Bogotá no merece ese alimentador de Transmilenio que llaman metro. Merece un sistema de transporte moderno, eficiente, planificado con rigor técnico y pensando en el bienestar colectivo. La ciudad, y sobre todo su gente, no pueden seguir pagando los errores y la codicia de una élite política que parece odiar al pueblo que dice representar.

No importa cuánto gasten en campañas de publicidad, vallas, videos animados o discursos pomposos, todos saben que el metro elevado de Bogotá es una estafa insultante. 

Esta obra, promovida y defendida con dientes y uñas por la clase política tradicional, no solo despilfarra recursos públicos de manera escandalosa, sino que también mutila la ciudad y castiga de manera desproporcionada a la clase trabajadora. 

Lo que debió ser una solución digna al problema del transporte se convirtió en un monumento a la avaricia, la mezquindad y el desprecio por el bienestar colectivo.

Desde sus inicios, este proyecto ha estado rodeado de decisiones cuestionables, intereses privados y manipulaciones técnicas disfrazadas de “criterios de eficiencia”. 

El proyecto original de metro subterráneo, avanzado durante años, fue lanzado a la basura con total descaro por el exalcalde Enrique Peñalosa, con el respaldo entusiasta de figuras como Germán Vargas Lleras, Juan Manuel Santos y, más tarde, la alcaldesa Claudia López

Todos ellos, y ahora el alcalde Carlos Fernando Galán, han preferido seguir una ruta que no responde a las necesidades reales de Bogotá, sino a intereses oscuros y compromisos con ciertos contratistas.

El metro elevado no solo es más invasivo y menos funcional en términos urbanos, sino que literalmente parte la ciudad en dos. 

Construir una mole de concreto a lo largo de la Caracas no es regeneración urbana, es agresión

Es un castigo visual, ambiental y funcional para los sectores populares, que viven en medio del polvo, el ruido y la pérdida de espacio público. 

Mientras tanto, los sectores políticos insisten en justificar esta atrocidad con el cínico argumento de “construir sobre lo construido”. 

¿Construir sobre qué? ¿Sobre la corrupción, la improvisación, la mediocridad?

Lo más grave es que no se trató de falta de estudios ni de recursos: el proyecto de metro subterráneo tenía bases técnicas sólidas, diseños avanzados y estudios de ingeniería listos. 

Pero fue saboteado por capricho político, porque para la clase dirigente era más importante imponer su visión, hacerse propaganda y amarrar contratos, que escuchar a expertos o respetar los procesos ya adelantados. 

Prefirieron empezar desde cero una chambonada que favorece a los grandes contratistas, mientras se encubre con discursos de modernización y progreso.

La narrativa oficial se esfuerza por convencer a la ciudadanía de que el metro elevado es una “solución inmediata”, pero los plazos se han retrasado, los costos se han disparado, y la calidad de vida de quienes habitan cerca del trazado ha empeorado. 

No hay transparencia, no hay participación ciudadana real, y mucho menos hay un compromiso auténtico con el futuro de la ciudad.

Detrás de esta megaobra no hay planificación urbana ni justicia social. 

Hay negocios, hay arrogancia política y, sobre todo, un profundo desprecio por el pueblo bogotano. Porque eso es lo que revela esta decisión: que los de arriba no solo no escuchan a los de abajo, sino que los desprecian abiertamente. 

Prefieren llenar de concreto las calles que llenarlas de dignidad. Prefieren destruir barrios en nombre del “progreso” antes que hacer las cosas bien.

Bogotá no merece ese alimentador de Transmilenio que llaman metro. Merece un sistema de transporte moderno, eficiente, planificado con rigor técnico y pensando en el bienestar colectivo. 

Merece que se respete su historia urbana y que no se repita el ciclo de corrupción disfrazada de desarrollo. La ciudad, y sobre todo su gente, no pueden seguir pagando los errores y la codicia de una élite política que parece odiar al pueblo que dice representar.


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