
Últimamente, ha surgido con fuerza una preocupante tendencia en la política colombiana: la aparición de candidatos bravucones que promueven discursos autoritarios y violentos bajo el disfraz de la seguridad y el orden.
Estos personajes, que se venden como salvadores de la patria, concentran su retórica en la «mano dura» contra el crimen, pero curiosamente esa dureza siempre se aplica con severidad hacia el eslabón más débil de la cadena delictiva.
Para estos candidatos, un estudiante que se cubre el rostro en medio de una protesta por sus derechos es un delincuente.
No importa si ese joven está reclamando por una educación digna, por acceso a salud o por condiciones mínimas para sobrevivir.
No se preguntan jamás por las causas que llevaron a ese estudiante a la calle. La injusticia estructural, la exclusión social, la pobreza o la corrupción no figuran en sus discursos. Es más fácil criminalizar al que protesta que examinar al responsable de la crisis que motiva esa protesta.
Este mismo patrón se repite cuando abordan temas como el narcotráfico.
La solución no es cortar las cabezas del gran negocio, sino fumigar los cultivos de campesinos, bombardear zonas rurales donde viven niños y familias enteras, y criminalizar al cultivador como si fuera el cerebro de la organización.
Pero de los grandes narcotraficantes no se habla. Del exportador que mueve toneladas al extranjero, del que lava dinero a través de lujosos negocios urbanos, del político o empresario que actúa como socio silencioso del crimen, no se dice una sola palabra.
No hay propuestas para desmantelar las estructuras financieras del narcotráfico. No hay estrategias claras para incautar fortunas ilegales, ni campañas masivas de prevención del consumo en las ciudades.
La represión se limita a quienes tienen menos poder para defenderse, mientras los verdaderos responsables siguen operando con impunidad desde cómodos escritorios y mansiones blindadas.
En cuanto a la seguridad urbana, la lógica es igual de desequilibrada.
Se plantea más policía, más armas, más persecución, más cárcel. Pero todo se enfoca en el joven que roba un celular, en el habitante de calle, en el vendedor informal.
Nada se dice del contrabando a gran escala, de los vínculos entre crimen y autoridades, de la economía ilegal que opera desde la legalidad misma. Los discursos siguen siendo punitivos, no transformadores.
Y cuando se trata de los grandes problemas estructurales del país, el silencio es ensordecedor.
Nada proponen sobre las mafias que saquearon el sistema de salud, o sobre las miles de vidas perdidas por negligencia estatal. No hay ideas para combatir la informalidad laboral que afecta a millones, ni para reducir la brecha social que condena generaciones enteras a la miseria.
Ni una sola palabra sobre fortalecer la educación pública, despertar responsabilidad social empresarial o regular los abusos del sistema financiero.
Estos candidatos son, en realidad, vedettes políticas.
Posan en foros empresariales, sonríen ante los medios, y repiten eslóganes vacíos sobre «orden y autoridad«.
Pero lo que promueven es el exterminio simbólico y literal del eslabón más frágil de la cadena delictiva. Mientras tanto, guardan una comodidad silenciosa —y muchas veces cómplice— con los verdaderos capos del crimen, aquellos que nunca verán un juicio ni un titular en su contra.
Porque la justicia, bajo su visión, no es ciega: tiene mirada selectiva y siempre apunta hacia abajo.