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El «guayabo” que siente el pueblo de B/bermeja tras las Fiestas del Sol es amargo y profundo

Mientras la celebración distraía a la multitud con obras de teatro del primo del alcalde, música y algarabía, el alcalde Jonathan Vásquez, en una maniobra que muchos consideran una traición, respaldó el controvertido impuesto de Juvenal. La sensación de engaño es palpable. La alegría festiva se ha transformado en indignación, al descubrir que, mientras se disfrutaba de la celebración, se gestaba un golpe a la economía familiar.

Mientras la celebración distraía a la multitud con obras de teatro del primo del alcalde, música y algarabía, el alcalde Jonathan Vásquez, en una maniobra que muchos consideran una traición, respaldó el controvertido impuesto de Juvenal

Esta decisión, que incrementa el costo del recibo de la luz, ha exacerbado la ya precaria situación de una ciudad asediada por el desempleo, la corrupción, la violencia y la inseguridad.

La sensación de engaño es palpable. La alegría festiva se ha transformado en indignación, al descubrir que, mientras se disfrutaba de la celebración, se gestaba un golpe a la economía familiar. 

La medida, percibida como un acto de oportunismo, ha dejado un sabor amargo, evidenciando la desconexión entre la administración y las necesidades apremiantes de la gente. 

El pueblo siente que la confianza depositada ha sido vulnerada, y ahora, el «guayabo» se mezcla con un creciente sentimiento de desilusión y rabia.

Las mal llamadas Fiestas del Sol: un espectáculo al ego del alcalde

Lo que en otros tiempos fue motivo de orgullo cultural y unión ciudadana, hoy se ha transformado en un espectáculo que, lejos de enaltecer las raíces del distrito, parece diseñado para glorificar a una sola persona: el alcalde Jonathan Vásquez

Las recientes Fiestas del Sol, mal llamadas así porque poco o nada tuvieron que ver con el espíritu original de estas celebraciones, se han convertido en un montaje cuidadosamente planeado para exaltar la imagen de un mandatario más preocupado por su figura pública que por el bienestar de su comunidad.

Desde el inicio, el evento estuvo marcado por un evidente culto a la personalidad del alcalde. 

En lugar de destacar los símbolos tradicionales como el Festival del Bollo o el Festival del Dulce, que por años han sido emblemas de identidad local y orgullo patrimonial, los videos promocionales y la programación oficial giraron en torno a la imagen del alcalde y su esposa. 

Aunque muchos puedan reconocerlos como una pareja atractiva, su constante presencia en cada escenario, tarima, cartel y transmisión no reflejó el verdadero espíritu de las fiestas. Fue más bien un auto homenaje financiado con recursos públicos, un espectáculo egocéntrico que utilizó la cultura como telón de fondo para proyectar una imagen cuidadosamente elaborada.

Pero el problema va más allá de las apariencias. 

El alto costo de las contrataciones artísticas, que se anunció con bombos y platillos, no se vio reflejado en la calidad de los espectáculos presentados. Los artistas, muchos de ellos con poco o nulo reconocimiento, no lograron conectar con el público ni elevar el nivel del evento. 

La comunidad esperaba propuestas de talla nacional o internacional que justificaran la millonaria inversión, pero en su lugar, lo que se ofreció fue una decepción más de un gobierno que ha hecho de la parafernalia su principal estrategia de gestión.

Es innegable que estas fiestas atraen turistas y dinamizan temporalmente la economía local. 

Hoteles llenos, restaurantes a tope y una ciudad momentáneamente animada pueden parecer logros importantes. Sin embargo, ese leve impulso económico se ve completamente opacado por el desmesurado derroche de recursos y la desconexión total con las verdaderas prioridades del distrito. 

Mientras se gastan cifras astronómicas en conciertos y tarimas, los estudiantes continúan sin transporte escolar, los adultos mayores siguen esperando por un plato digno de comida y la ciudadanía entera sufre las consecuencias de una creciente inseguridad.

La realidad es cruda

Microtráfico, extorsiones, boleteo y una violencia que se ha naturalizado en los barrios más vulnerables. En medio de este panorama, la única presencia estatal visible es la de un alcalde celebrándose a sí mismo con luces, música y cámaras. Un liderazgo ausente en los temas críticos, pero omnipresente en las festividades.

Lo que queda tras el paso de estas fiestas no es alegría ni progreso. Ahora queda más pobreza, más desigualdad y una ciudad donde las prioridades están al revés. 

Lo que debería ser una inversión en infraestructura, en seguridad, en educación o en salud, se diluye en tarimas de una noche y alfombras rojas para el ego. Lo único que crece, al parecer, es el narcisismo del mandatario, cuya figura emerge como el verdadero protagonista de unas fiestas que perdieron el alma y se convirtieron en un espectáculo vacío.

En vez de construir comunidad, el evento dejó más frustración.

En vez de acercar al gobierno a su gente, lo mostró aún más distante. El pueblo merece más que fiestas; merece respeto, soluciones reales y un liderazgo que piense menos en las cámaras y más en el bienestar colectivo.


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