Asistimos hoy a novedosas formas de autoritarismo electoral, fanatismos políticos, procesos articulados de desinformación masiva y una pandemia que ha servido de pretexto para que distintos gobiernos afecten de manera desproporcionada derechos fundamentales y garantías institucionales.
En condiciones como estas en las cuales es urgen-te un periodismo de calidad, las amenazas contra la prensa son cada vez más complejas y poderosas.
La violencia contra periodistas ha aumentado, los medios profesionales atraviesan una crisis severa del modelo de negocio, la estigmatización se ha convertido en un recurso ordinario de los líderes políticos, ha crecido la judicialización arbitraria de los periodistas y campea el mal periodismo.
Me detendré en estas dos últimas, estrechamente relaciona-das, pues sobre ellas hay poca discusión pública.
Una de las más severas amenazas contra el buen periodismo es el mal periodismo, es decir, el periodismo amarillista que exagera con la misma decisión con la que oculta y que con ello contribuye a la des- información.
Este periodismo prospera especialmente en contextos fanatizados donde un sector cautivo de la audiencia solo quiere oír lo que ratifica sus creencias.
Se trata de un sector que disfruta el eco de la manada tanto como asistir al espectáculo del cruce altisonante de adjetivos, pero carece de interés por conversaciones más sosegadas donde la inteligencia se emplee para poner a prueba las propias convicciones y no para insultar al contradictor.
Un ejercicio periodístico en el que la verdad no es aquello que coincide con la evidencia sino con las opiniones de su nicho termina provocando enorme desconfianza en el público. Si cualquier cosa es verdad, entonces nada es verdad; y si nada es verdad, da igual una investigación periodística rigurosa que un mensaje sesgado en WhatsApp.
La desconfianza producida por el mal periodismo es caldo de cultivo perfecto para que los gobiernos autoritarios acaben con las garantías para el periodismo serio y riguroso que tanto los incomoda.
La pregunta que surge entonces es cómo enfrentar el mal periodismo.
Hay quienes creen que resulta indispensable judicializarlo penal o civilmente. Sin embargo, el remedio en estos casos puede ser peor que la enfermedad.
Los estándares internacionales coinciden en que no se puede aplicar el Derecho Penal al campo de la libertad de expresión cuando se trata de denuncias periodísticas sobre asuntos de interés público.
El delito de difamación, por su enorme vaguedad, suele convertirse en herramienta para silenciar a quienes critican o cuestionan a los poderosos. En Venezuela, por ejemplo, los periodistas que se han atrevido a realizar investigaciones y denuncias contra el régimen de Maduro han sufrido los rigores de un proceso penal y muchos se han visto obligados a abandonar el país a fin de evitar las rejas del Helicoide, una brutal prisión que es parte de uno de los regímenes carcelarios más inhumanos del planeta.
Queda la vía civil: demandar a los periodistas que afectan la reputación de una persona para que paguen por el daño producido.
Este camino es aceptable solamente si se adoptan todas las salvaguardas para que los periodistas que formulan denuncias sobre asuntos de interés público no terminen siendo los únicos condenados por ellas.
Rafael Correa, siendo presidente de Ecuador, logró relajar esas salvaguardas y obtuvo una condena a su favor de 40 millones de dólares por la publicación de una columna en la que se le acusaba de violar derechos humanos.
No es difícil imaginar a lo que conduciría ese modus operandi en Colombia.
Para que un proceso civil no se vuelva arma de poderosos para silenciar periodistas, es indispensable que el demandante demuestre que la información publicada era falsa y que quien la publicó conocía dicha falsedad o no hizo nada para comprobarla.
Es decir, que actuó con total desprecio por la verdad. Si la información era falsa pero el periodista hizo una tarea razonable de verificación, lo único que procedería es la rectificación.
Cuando el periodista da su opinión, aunque su punto de vista sea perturbador, inquietante o incluso ofensivo, no debe nunca prosperar una demanda y el proceso merece un final expedito para evitar el desgaste de tiempo, tranquilidad y recursos de periodistas que se han limitado a hacer su trabajo.
Estas son las únicas reglas capaces de permitir que el buen periodismo se ejerza sin temor y, por lo tanto, que ayude a contener la avalancha desinformativa que constantemente enfrentamos, así no nos guste el resultado de esas investigaciones.
PD: Mi solidaridad con Vicky Dávila y Claudia Gurisatti por las amenazas recibidas. Colombia es uno de los países más violentos contra la prensa y esa violencia, que ha provenido históricamente tanto de acto-res ilegales como de funcionarios públicos, debería ser condenada de manera unánime al margen de cualquier otra consideración.
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