Una frase en la última columna de Antonio Caballero pone a pensar, en parte porque es verdad (y si no lo fuera el columnista estaría en problemas), en parte porque refleja la indolencia con que los colombianos asumimos lo que viene ocurriendo dentro del Ejército. Habla Caballero de “la realidad tremenda de la corrupción moral de las Fuerzas Armadas de Colombia, convertidas en protectoras de asesinos venidos de sus propias filas y mandados por sus propios jefes”. (Ver columna).
Es una afirmación tan grave que podría calificarse de temeraria, aunque no es temeraria porque se ajusta a la realidad, y en consecuencia obligaría a adoptar medidas de control. Pero atérrense: todo el mundo lo sabe y no pasa nada. Esos “asesinos venidos de sus propias filas” y protegidos por sus superiores siguen haciendo de las suyas, con total impunidad.
Un caso vergonzoso se relaciona con el asesinato premeditado del desmovilizado Dimar Torres, para cuya culminación se sentían tan a sus anchas que hasta le crearon grupo de WhatsApp. Luego de dos declaraciones anteriores en las que trató de exculpar a los autores de la “ejecución extrajudicial sobre persona protegida”, ante la abrumadora evidencia el ministro de Defensa admitió que pudo haberse dado un concierto para delinquir y pidió (no ordenó, sino pidió) la captura del oficial de más alto rango bajo investigación, el coronel Jorge Pérez Amézquita.
Pero el oficial sigue libre y, cosa curiosa, ningún medio de comunicación muestra una foto suya, del mismo modo que ninguna dependencia del Ejército la entrega y nadie da razón de su paradero, lo cual daría para pensar que está protegido desde bien arriba y goza de las mismas prerrogativas de otro ilustre privilegiado, el exministro Andrés Felipe Arias.
¿Y por qué Pérez Amézquita sigue libre? Porque su abogado defensor pidió a la Justicia Penal Militar que asumiera el proceso, en lo que un editorial de El Tiempo define como “maniobras de la defensa para entorpecer el avance de la justicia», mientras que un editorial de El Espectador considera que “este tipo de comportamiento no sólo es intolerable, sino que debe ser perseguido con todo el peso del Estado y de la ley”.
Pero está ocurriendo exactamente lo contrario, porque al subteniente John Javier Blanco, cuyo testimonio fue el definitivo para esclarecer el crimen, lo echaron del Ejército y hoy está desprotegido (a diferencia del coronel asesino). Y el director Ejecutivo de Human Rights Watch, José Miguel Vivanco, alertaba sobre tan preocupante situación para el testigo. ¿Cuál tranquilidad para vivir puede tener este hombre?
De otro lado, en el mismo Cauca que alberga siete bases militares, pero donde paradójicamente están ‘disparadas’ las masacres, dos días después del asesinato de cinco indígenas se reportó la muerte violenta de Flower Jair Trompeta, líder y defensor de Derechos Humanos, de quien vecinos suyos aseguran fue detenido por miembros de la Fuerza Pública y torturado, metiéndole una mano a una máquina despulpadora. La versión oficial del Ejército dice que cayó en medio del fuego cruzado entre el Ejército y disidencias de las Farc (esas disidencias dan para todo), y el ministro de Defensa le asegura a Caracol Radio que “no hay ejecuciones extrajudiciales ni el regreso de ellas”. (Ver noticia).
Dentro del mismo esquema de complicidad u ocultamiento de información sensible se ubica el comandante del Ejército, Nicacio Martínez, cuando según Semana habría ordenado dos operativos de contrainteligencia para ubicar a los oficiales que filtraron documentos reservados a The New York Times, y para evitar que se hiciera pública esta frase del general Diego Villegas, comandante de la fuerza de tarea Vulcano: “El Ejército de hablar inglés, de los protocolos, de los derechos humanos, se acabó. Acá lo que toca es dar bajas. Y si nos toca aliarnos con los ‘Pelusos’, nos vamos a aliar, ya hablamos con ellos, para darle al ELN. Si toca sicariar, sicariamos, y si el problema es de plata, pues plata hay para eso”. (Ver noticia).
No sabemos si el otrora glorioso Ejército Nacional de Colombia ya está en lo de «sicariar», pero es un hecho que desde que el subpresidente Iván Duque remplazó la cúpula militar de Juan Manuel Santos, las nuevas fuerzas alinderadas bajo el mando del senador Álvaro Uribe Vélez se olvidaron del inglés, de los derechos humanos y de los protocolos (en esto cabe hasta el Esmad) y, en efecto, han aumentado las “bajas”. En todos los frentes. No sabemos si es porque toca, pero es lo que hay.
Y no es por ponernos de malpensados, pero las dos últimas masacres ocurridas en el Cauca, sobre un teatro de operaciones atestado de bases militares, sirvieron como poderosa cortina de humo para sofocar el escándalo que se desató al conocerse cómo asesinaron a Dimar Torres.
Al cierre de esta columna Noticias Uno informó que la camioneta donde se desplazaba Cristina Bautista y los otros cuatro indígenas asesinados apareció incinerada antes de que el CTI de la Fiscalía realizara su inspección judicial, pese a estar bajo custodia del Ejército. ¿Cuál otra motivación podía haber para incendiar ese vehículo, diferente a la de desaparecer pruebas? (Ver informe).
DE REMATE: ¿Por qué las bancadas de oposición en el Congreso piden todas a una la renuncia del ministro de Defensa, Guillermo Botero, pero nadie se atreve a pedir la del general Nicacio Martínez, cuestionado además por temas de corrupción y falsos positivos? ¿Acaso el comandante del Ejército sí les inspira confianza? Solo pregunto.
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