Por: Jesús María Cataño Espinosa
Como trabajadores de la palabra, no podemos dejar pasar este 23 de abril sin mencionar el día del Idioma. Porque los periodistas somos operadores semánticos fundamentales en el proceso de convertir los hechos en noticias. Los hechos son independientes de la noticias porque existen de manera objetiva mientras las noticias necesitan la intermediación del operador semántico para alcanzar esa condición.
Un bus accidentado, con 40 personas a bordo, es un hecho que solamente se convertirá en noticia cuando sea objeto de intervención por parte de un operador lingüístico. Los falsos positivos existieron, fueron una realidad desde el momento de la comisión de los crímenes pero solo se convirtieron en noticias cuando fueron objeto de una operación lingüística. Del mismo modo, algunos hechos se convierten en noticias que no corresponden con la realidad porque sufren manipulaciones derivadas de los intereses del propietario del Medio, por la extorsión, el chantaje, las amenazas, la desinformación o simplemente por la autointimidación, o por la gratificación del operador por parte la fuente de información.
La Palabra es el molde en el que vaciamos las ideas. Un molde mágico y sonoro, es el verboducto para transportar los pensamientos libertarios o esclavos; valientes o cobardes; alegres o tristes, porque la palabra lo abarca todo, contiene todo, hasta la posibilidad de viajar por fuera del planeta y la de sobrevivir después de la muerte.
Habitualmente se habla del día del idioma Español, pero realmente es el día de la palabra, la unidad fundamental para la comunicación, para la proposición del diálogo con el que se puede trabajar de manera constructiva en la resolución de los conflictos cotidianos, con el que se consolida la convivencia y, del mismo modo, el que sirve para la promoción y defensa de los acuerdos de paz, para la exigencia de su cumplimiento y en general para los ejercicios tendientes a desaprender la cultura de la violencia.
La palabra puede ser mentirosa o verdadera, luminosa u oscura, inmunda o armoniosa, en prosa o en verso. La palabra construye, destruye, puede ser el cántico de un pájaro o el rugido de un león. Puede ser ciencia o ficción, voluptuosa, apasionada o imperturbable, mito, leyenda o realidad. Son las palabras y no las armas, los instrumentos para dirimir las diferencias en un país de tanta diversidad geográfica, étnica, racial, religiosa, sexual, económica. Ideológica y política.
La palabra sale de las manos y la boca de Rubén Dario, de Víctor Hugo, del obrero, del embolador; de García Márquez, de Vargas Llosa; de la señora de la tienda, de la secretaria; de Ramón del Valle Inclán, de D`Annuncio; del vendedor de comistrajos, de la puta esquinera; de Maeterlink, de Fernando Vallejo, del ladrón, del político, del corrupto —que es el mismo—; del niño de brazos, del anciano, de la niña y hasta del bobo del pueblo.
La palabra puede ser ambigua o clara, derrotada o gloriosa, envidiosa, rencorosa, guerrera, pacífica, mínima, infinita, dogmática, dialéctica, atea, religiosa, amarilla, azul, verde, roja, sanguinaria, tranquila, dulce, agria o lo que queramos, la palabra es todo, la palabra es la vida.
El silencio, que es su antípoda, es el cómplice del crimen y el engaño porque es a la sombra del silencio que prospera el mal. Y cuando ese silencio proviene de quienes tenemos la capacidad para interpretar los símbolos de la realidad, es un crimen cometido con alevosía contra la humanidad entera.
El único silencio justificable es el provocado por la parca, es el silencio inmaculado de la eternidad, cuando comienza la inmortalidad de lo que dijimos y escribimos antes de ingresar al seno de las tinieblas. El diálogo silencioso y perpetuo con lo desconocido, sin rodilleras, sin azote, sin conveniencias, sin “engrases”, sin amigos, sin enemigos. La muerte es, por eso, la libertad absoluta. La palabra es todo y no hay nada contra ella. La palabra es como el fiambre para el paseo hacia lo desconocido, hacia la fantasía. La palabra también es rebelde, es superior a las normas que quieren gobernarla y definirla. Ni los académicos, ni los jueces pueden administrarla porque es una potestad exclusiva de los hablantes.
En mis clases de filosofía aprendí que la libertad se llama verbo, que la tiranía se llama silencio. Desde entonces, eché a volar mi palabra, interrumpida algunas veces por la indisciplina, otras por las intimidaciones y otras por las soledades del mismo silencio.
El apostolado de la palabra es y será siempre la simiente de la vida porque ella crea, propone, dinamiza la vida de los pueblos y los salva de la infamia de la mentira y el engaño. Y su antagónico, el silencio, es la muerte porque es a la sombra de la complicidad que prospera el delito. Somos operadores semánticos y debemos ser fieles defensores de la verdad en el proceso de conversión de los hechos en noticias, porque, de lo contrario, seremos como el campesino que se come el grano y no lo siembra.
Pero, del mismo modo, la palabra debe ser un acto que convenza, un ejemplo que fecunde. Nuestras palabras siempre deben corresponder con lo que pensamos y, lo que hacemos, siempre debe coincidir con lo que decimos. De lo contrario, nuestra palabra sería tan traidora como el silencio cómplice.
De las 20 frases más elocuentes del sacrificado líder negro Martin Luther King, les dejo estas dos en las que se destaca la importancia de la palabra y la perversidad del silencio:
“Nuestra generación no se habrá lamentado tanto de los crímenes de los perversos, como del estremecedor silencio de los bondadosos”.
“La libertad nunca es voluntariamente otorgada por el opresor; debe ser exigida por el que está siendo oprimido”.
Porque somos hombres de palabra, escribámosla correctamente.
Porque somos hombres de palabra, hablémosla con propiedad.
Porque somos hombres de palabra, ¡hagámosla cumplir!
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