Hace unos días conversaba con un amigo sobre la actual contienda electoral y, después de comentar un buen rato las estrategias y estratagemas, la publicidad de las campañas, los inverosímiles resultados de las encuestas, el exceso de debates, los aciertos y metidas de pata de los candidatos y las adhesiones y las adherencias de unos y otros, hicimos a un lado el pudor y confesamos nuestras preferencias.
Al poner las cartas sobre la mesa, cuando yo le dije por quién pensaba votar, él, con cierto gesto de indulgencia, me dijo: “Hermano, va a perder su voto; ese candidato no tiene chance”.
En efecto, él acababa de decirme que iba a votar por uno de los candidatos que puntean en las encuestas, mientras que el mío —según las dichosas cábalas— no tiene tantas posibilidades ni siquiera de pasar a segunda vuelta.
Tras una incómoda pausa, y como cierre de la conversación, solo atiné a decirle: “Hombre, la verdad no sé qué tan acertados estén esos cálculos electorales, pero para mí, esto no es una cuestión de conveniencia sino de conciencia, y con mi voto quedo tranquilo, que es lo importante.
El hecho de que gane o pierda, la verdad, me parece secundario”. Dicho eso, nos despedimos con la misma cordialidad de siempre, pero yo me quedé cavilando.
“Perder el voto… perder el voto…”, pensaba mientras volvía a mi casa, ejercicio que me sirvió para sacar varias conclusiones. Para empezar, uno no puede hablar de perder el voto si ejerce el derecho a elegir de manera libre y espontánea, sin ninguna clase de presión.
Eso no es perder el voto. Tampoco puede alguien perder el voto si vota por alguien en quien cree, que tiene propuestas sensatas y aterrizadas, que uno comparte racional y emocionalmente.
Tampoco se puede hablar de perder el voto si este es producto de una convicción y no de una transacción.
Quienes venden el voto, aquellos que lo cambian por una suma de dinero, por una recomendación laboral, por un tamal o por una teja de zinc, ellos sí, pierden su voto; pues al buscar dádivas están pervirtiendo el sentido de la participación ciudadana, la oportunidad que les da la democracia de hacerse sentir, de expresarse, de manifestarse, de alzar su voz.
Otra forma de perder el voto se presenta cuando uno, en vez de votar a favor de una causa o de una persona, vota en contra.
Y aquí tengo que hacer un mea culpa, porque yo perdí un voto el pasado 11 de marzo cuando voté por Marta Lucía Ramírez, en un intento por evitar que Iván Duque ganara la consulta uribista. Al fin y al cabo, yo no voté por Ramírez sino contra Duque, y eso, no voy a negarlo, fue una decisión tonta; el voto útil nunca ha sido lo mío.
Para terminar, otro modo patético de perder el voto es dándole el apoyo en las urnas a quien va de puntero en las encuestas, por el simple hecho de que es favorito; así no sea de los afectos de uno, así no lo convenzan sus planteamientos, así represente lo peor de la política.
En estas elecciones este no va a ser mi caso. El 27 de mayo voy a votar por alguien cuya trayectoria pública me gusta, que discute con argumentos, que no se da ínfulas, que prefiere la reconciliación a la retaliación, que no tiene complejo de superioridad, que no exacerba la polarización, que no se cree el salvador del mundo, que no habla de volver trizas nada, que tiene sentido del humor, que no cree en los atajos, que no fomenta el odio, que no es títere de nadie, que debate sin ofender, que no se deja dominar por el ego, que no abraza el camino fácil del populismo, que no maltrata a sus subalternos, que no se siente infalible, que no dice lo que le conviene sino lo que le convence; alguien que no se cree la última coca-cola del desierto…
Y si eso significa perder el voto, que así sea; pues no habrá forma más decorosa y satisfactoria de hacerlo.
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VLADDO es un caricaturista y periodista colombiano que puede ser seguido en redes sociales como
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