Por: Horacio Serpa
En plena efervescencia del mundial de fútbol las Fuerzas Armadas le metieron un golazo a las Farc: rescataron en plena selva, sanos y salvos, a tres de los policías de más alto rango y a un suboficial del Ejército en poder de esa organización guerrillera. Algunos secuestrados desde hace más de doce años. Colombia no sale de la alegría.
El general Luis Mendieta, los Coroneles Enrique Murillo y William Donato, y el Sargento Primero Arbey Delgado, regresaron del infierno en el que las Farc los mantuvieron, con una declaración para esa organización guerrillera: abandonen la guerra, liberen a los secuestrados y dedíquense a la política.
Tienen razón: las Farc son una organización en crisis. Derrotadas políticamente, acorraladas militarmente, aisladas internacionalmente, sin respaldo popular y la moral por el suelo, son una especie de dinosaurios que no caben en ningún zoológico, ni nadie los quiere en su casa.
Los secuestros se han convertido en el peor error de la guerrilla en su larga historia de desaciertos. Son su suicidio político. Pasados doce años de esa prácticas violatorias del derecho internacional humanitario, han perdido cualquier credibilidad. Según los recién liberados, las bases de la guerrilla presionan todos los días por la liberación de los plagiados. Solo la terquedad del Secretariado de las Farc les hace creer que pueden tener algún tipo de retribución por semejante barbaridad.
El secuestro les ha servido para congregar en contra suya al país entero. Las marchas exigiendo la libertad de los secuestrados, la exitosa operación Jaque, que trajo a casa a los tres contratistas norteamericanos, a Ingrid Betancur y a 14 personas más, han dejado a las Farc como una caterva de infames.
Hoy se está cerrando el espacio político para reclamar el acuerdo humanitario. El rescate militar empieza a ofrecerse como la única salida para quienes permanecen pudriéndose en la selva.
La cúpula de esa organización debería escuchar a los liberados. Y al país entero. La liberación unilateral de las personas en su poder, el fin del secuestro como arma política y la fijación de condiciones viables para negociar el fin del conflicto armado, sin zonas de despeje que el país no toleraría en medio de la euforia triunfalista de la estrategia de la seguridad democrática, le permitirían a esa agrupación una salida digna. Los países amigos y la comunidad internacional apoyarían una estrategia en ese sentido.
Cuando el país se alista a elegir un nuevo mandatario, sería oportuno que antes de que los colombianos voten, los candidatos revelen lo qué piensan frente a la posibilidad de una novedosa y diferente salida negociada al conflicto armado. Porque la única manera de medir efectivamente el éxito de la seguridad democrática es que el Estado obligue a las Farc a llegar a una mesa de negociaciones. Y que el mandatario elegido abra la puerta a la posibilidad de reinventar la paz y sentar las bases de un país reconciliado consigo mismo y con los vecinos. ¡Bienvenidos, queridos rescatados!