En Colombia, las cortes no representan, en un sentido amplio, los intereses del pueblo y de la nación. En su lugar, estas instituciones judiciales han demostrado ser parcializadas, respondiendo a los intereses de una élite política e ideológica que ha mantenido su hegemonía durante décadas.
Son cortes que, en su mayoría, actúan como garantes de una ideología retrógrada, afianzada en partidos y movimientos de derecha y extrema derecha, que ven amenazada su permanencia en el poder con las políticas transformadoras del actual gobierno de Gustavo Petro.
El presidente Petro llegó al poder con un mandato claro
Impulsar el cambio social, económico y político que Colombia necesita con urgencia. Sin embargo, este mandato ha encontrado un obstáculo persistente en la estructura judicial, la cual, en lugar de funcionar como un poder independiente y garante de la democracia, ha mostrado una tendencia preocupante hacia la politización de sus decisiones.
Las cortes parecen actuar más como un brazo judicial de la oposición extremista que como un organismo imparcial dedicado a proteger el Estado de Derecho.
El sabotaje al gobierno de Petro no es una teoría conspirativa, sino una realidad palpable en cada fallo judicial que obstaculiza reformas clave, en cada decisión que bloquea iniciativas presupuestarias y en cada acción que paraliza el avance de políticas necesarias para mejorar la calidad de vida de millones de colombianos.
A esto se suma la actitud del Congreso, donde las mayorías opositoras han utilizado su poder legislativo no para debatir con altura y proponer alternativas viables, sino para bloquear sistemáticamente el presupuesto y cualquier intento de reforma estructural.
A pesar de estos ataques orquestados desde distintos frentes, las políticas del cambio siguen avanzando.
El gobierno ha demostrado una notable resiliencia al enfrentar este escenario hostil. Petro ha mantenido su enfoque en implementar reformas fundamentales en sectores como la salud, la educación, el trabajo y la justicia social.
Estas políticas no solo representan un compromiso con sus votantes, sino una respuesta necesaria a las demandas históricas de una sociedad profundamente desigual.
El problema de fondo radica en una separación de poderes que, si bien es necesaria en cualquier democracia, en Colombia ha sido llevada al extremo de la politización.
La autonomía judicial, un principio fundamental en cualquier Estado de Derecho, ha sido distorsionada para servir a intereses partidistas.
Los altos tribunales han emitido fallos claramente ideológicos, alineados con las posiciones de la oposición más reaccionaria, generando una alianza tácita —o, en algunos casos, explícita— con sectores que buscan frenar cualquier cambio real en el país.
Esta situación no es nueva en Colombia
Se ha agudizado con la llegada de un gobierno progresista que desafía los intereses tradicionales. Las élites políticas y económicas, acostumbradas a manejar el poder sin contrapesos significativos, ven en el gobierno de Petro una amenaza directa a sus privilegios históricos.
Por ello, han utilizado todos los mecanismos a su disposición, incluyendo el poder judicial, para frenar las reformas y mantener el statu quo.
Sin embargo, la ciudadanía ha demostrado estar cada vez más consciente de esta realidad.
Los colombianos que eligieron el cambio no lo hicieron de manera ingenua, y la movilización social sigue siendo un factor clave para contrarrestar los intentos de sabotaje desde las cortes y el Congreso.
La resistencia popular, combinada con una estrategia gubernamental firme y clara, permitirá que las políticas del cambio continúen su curso.
El desafío para el gobierno de Petro no es menor. Se enfrenta no solo a una oposición política tradicional, sino a un aparato judicial que, en lugar de garantizar la justicia y la imparcialidad, ha optado por alinearse con los sectores más reaccionarios del país.
Pero la historia ha demostrado que los cambios estructurales no se logran sin resistencia, y Colombia está, sin duda, en medio de un proceso histórico que definirá su rumbo en las próximas décadas.
El éxito de este proceso dependerá, en gran medida, de la capacidad del gobierno para sortear los bloqueos institucionales, de la fuerza de los movimientos sociales para mantenerse activos y vigilantes, y de la voluntad colectiva del pueblo colombiano para no permitir que los intereses de unos pocos sigan imponiéndose sobre el bienestar de la mayoría.
Las políticas del cambio siguen y seguirán, a pesar de las cortes, el Congreso y cualquier intento de sabotaje. El compromiso con una Colombia más justa, equitativa y democrática es, al final, el motor que impulsa esta transformación.