La mayor expresión del terrorismo de Estado en Colombia ha sido el paramilitarismo, que es distinto a los paramilitares, pues su manifestación no sólo es militar sino principalmente política y económica.
Las distintas ramas del poder público han estado relacionadas, pero sobre todo la ausencia de justicia se ha erigido como un patrón constante que acertó la daga de la impunidad en la mayoría de los casos que rodean estos graves crímenes.
Los miles de expedientes siguen el insomnio del miedo y desazón, la ausencia de respuesta y pudor de unos gremios y la clase política que les representa, que se niegan a reconocer la verdad intentando que con el paso de los años sea el olvido y no la justicia la que se imponga.
En los últimos días asistimos a nuevos espacios donde actores paramilitares reafirman hechos muy dolorosos que el país conoce hace décadas, ahora a través del testimonio público de Salvatore Mancuso.
Hoy es incontrovertible que el paramilitarismo ha cometido gravísimas violaciones de derechos humanos; que su accionar ha contado con el apoyo, la connivencia, la tolerancia y la aquiescencia del Estado y de otros actores, y que tales violaciones de derechos humanos en muchos casos han favorecido la rentabilidad de algunas empresas, así como que varias de estas se han vinculado directamente a tales violaciones de derechos humanos e incluso las han promovido.
Tal es el caso de la empresa minera Drummond, sobre la cual el testimonio del paramilitar Mancuso reafirma algo que está escrito en miles de folios, que reposan en las estanterías de la justicia en Colombia hace muchos años: esas pruebas dicen que la decisión de acabar con el sindicato Sintramienergética se convino con el dueño de esa empresa de origen estadounidense.
Fue así como el 12 de marzo de 2001, mientras se transportaban en el bus de la mina, los trabajadores de Drummond Valmore Locarno y Víctor Hugo Orcasita, presidente y vicepresidente del sindicato Sintramienergética, fueron asesinados por el grupo paramilitar de la zona bajo el mando de Oscar José Ospino Pacheco, alias “Tolemaida”, quién “interrogó” a Orcasita en la bodega Vadelco, donde se sabe que impunemente se realizaban prácticas de tortura.
Estos crímenes, hoy declarados como de lesa humanidad, se presentaron en un clima de profunda violencia antisindical.
Tal era, que Gustavo Soler, quien tomando el lugar de Locarno en la presidencia del sindicato, fue asesinado seis meses después.
En la práctica, esa tarde de octubre del 2001 los victimarios habrían logrado su cometido de exterminar la organización sindical, si no fuera por la decisión de sus integrantes, quienes a pesar del riesgo que implicaba, decidieron continuar con su actividad asociativa en favor de los trabajadores mineros.
22 años después parece que fuera la primera vez que se habla del asunto.
La administración de justicia en Colombia sigue sin entregar resultados contundentes sobre las responsabilidades de los directivos empresariales de la trasnacional involucrados en la decisión y ejecución de estos crímenes.
La verdad es urgente y necesaria para que Colombia pueda transitar este profundo duelo y encontrar el camino de la paz.
Claramente esta no será posible con impunidad, con distorsión de la verdad, o peor aún con verdades a medias que permiten a los victimarios justificar sus crímenes y exhibirse como héroes en una supuesta lucha contrainsurgente.
Hoy, cuando pensamos en la construcción de una nueva codificación minera, los derechos humanos llegan como la sangre a la herida, porque en Colombia, en nuestros territorios, diversas actividades empresariales extractivas han estado íntimamente ligadas a amenazas, muertes, torturas, desapariciones, destierros y despojos de miles de personas.
¡No podemos seguir como si nada pasara!
La mejor manera de brindar garantías de no repetición es saber qué y cómo pasó, quiénes lo decidieron, quiénes se involucraron, quiénes son las víctimas, quiénes se beneficiaron, y que el país pueda efectivamente reflexionar sobre esas responsabilidades y las consecuencias que de allí se derivan, en el marco de una violencia sociopolítica que no acaba y que han sufrido amplios sectores sociales de Colombia, entre ellos el sindicalismo.
El Estado colombiano debe disponer de mecanismos que efectivamente le permitan tomar medidas frente al involucramiento de actores empresariales con violación de derechos humanos. Estas no pueden circunscribirse al ámbito penal que por lo demás debe ser más expedito, sino que también deben repercutir en el examen a las autorizaciones con que cuente el empresariado involucrado para su actividad.
No es concebible que quien tenga responsabilidades en violaciones de derechos humanos siga beneficiándose de sus propios crímenes.
El Estado, por su parte, debe reconocer su responsabilidad, las consecuencias y la necesidad de reparación integral por la violencia paramilitar que ha actuado en favor del reordenamiento de los territorios en beneficio de intereses económicos que hoy siguen operando en impunidad.
Expreso mi más profundo respeto y solidaridad con las víctimas que han sufrido en sus cuerpos, sus vidas y sus organizaciones estas perversas alianzas estado-empresas-paramilitares.
Así mismo mi reconocimiento y admiración por el valor y compromiso de los trabajadores y trabajadoras sindicalizados de Sintramienergética, que a pesar de lo sufrido mantienen su convicción de defender los derechos laborales y de asociación sindical.
La paz y la democracia se construyen con verdad plena, con justicia pronta frente a los graves crímenes de derechos humanos que permitan garantizar que estos no vuelvan a repetirse, así como con un sociedad vigorosa, independiente y libre de temores frente a los abusos de poder.