
El caso de Petro, Bukele y la doble moral de la oposición colombiana. En Colombia, el gobierno del presidente Gustavo Petro ha enfrentado una oposición sistemática, cerrada y profundamente obstructiva desde que asumió el poder.
A pesar de haber llegado a la presidencia mediante una elección democrática y con un amplio respaldo popular, sus intentos por llevar a cabo reformas sociales, económicas y políticas han sido bloqueados desde múltiples frentes: el Congreso, las altas cortes, los medios de comunicación tradicionales, y los gobiernos locales de las principales ciudades del país.
Las propuestas de reforma que ha presentado su gobierno —como la reforma a la salud, laboral, pensional y educativa— han sido entorpecidas no por debates legítimos y argumentos técnicos, sino por una estrategia política diseñada para sabotear el cambio.
El Congreso, dominado por partidos tradicionales y sectores de derecha, ha optado por usar todas las herramientas legales para evitar el avance de las reformas.
A esto se suma una guerra mediática orquestada por medios que desinforman, tergiversan y estigmatizan cualquier intento de transformación que no provenga de sus aliados ideológicos.
Cómo responde Petro
Frente a este cerco, Petro ha optado por mecanismos contemplados en la Constitución de 1991 para buscar una salida democrática: convocar al constituyente primario, es decir, al pueblo soberano, para que decida directamente sobre el rumbo de las reformas.
Sin embargo, incluso esa alternativa ha sido bloqueada por el mismo Congreso, que se rehúsa a autorizar un proceso constituyente, amparándose en una interpretación restrictiva de sus facultades, mientras tilda de “dictadura” cualquier intento del Ejecutivo por acudir a la voluntad popular.
Paradójicamente, la oposición ha acusado a Petro de autoritario, de dictador, por intentar gobernar dentro de los límites constitucionales, mientras ignora que no ha cerrado medios, no ha perseguido ni encarcelado opositores, no ha modificado la Constitución para reelegirse ni ha recurrido al uso indebido del poder.
Al contrario, Petro ha mantenido una actitud respetuosa frente a la institucionalidad, incluso cuando esta ha sido utilizada para frenar su agenda reformista.
La gran contradicción
La gran contradicción se revela cuando se observa a quiénes sí ensalza la oposición colombiana: al presidente salvadoreño Nayib Bukele, presentado en los medios como un modelo de eficiencia, orden y éxito en seguridad.
Pero basta mirar con algo de rigor lo que ocurre en El Salvador para entender lo insólito de esa admiración.
Bukele modificó la Constitución para permitir su reelección, intervino el Congreso con militares, destituyó magistrados, persigue a opositores, tiene a su país en régimen de excepción desde hace más de dos años, permite detenciones arbitrarias sin proceso judicial, y ha criminalizado a las organizaciones que reciben financiación internacional.
El caso de la abogada Ruth López
El caso de la abogada Ruth López, reconocida por su lucha contra la corrupción, es emblemático: fue detenida sin el debido proceso, en una clara señal del deterioro del estado de derecho.
Mientras Petro defiende la democracia incluso frente a la hostilidad institucional, Bukele ha concentrado el poder, debilitado los pesos y contrapesos, y convertido a El Salvador en un experimento autoritario que ya ha dejado más de 5.600 homicidios y 2.500 desapariciones durante su mandato, según cifras independientes.
A eso se suma que el 30% de la población carcelaria del país está tras las rejas, en muchos casos sin juicio ni condena. De hecho, según el diario *El País* de España, más del 60% de los salvadoreños tiene miedo de criticar a su presidente por temor a ser encarcelado.
Aún más reveladora es la imagen de Bukele en la escena internacional.
Aplaudido por sectores conservadores, promovido como un nuevo líder global por figuras como Donald Trump, incluso ha sido recibido en la Casa Blanca como un aliado estratégico. Todo esto mientras reprime, se perpetúa en el poder y construye un modelo político basado en el culto a la personalidad, la propaganda y el miedo.
Entonces, ¿quién es el dictador y quién el demócrata?
¿El presidente que gobierna con respeto a la oposición, que acude al pueblo cuando el Congreso le cierra las puertas, que se niega a la reelección y garantiza todas las libertades?
¿O el que toma el Congreso por la fuerza, se reelige alterando la ley, encarcela opositores y gobierna mediante el temor?
La oposición colombiana, atrapada en su propio cinismo, ha decidido que el demócrata es Bukele y el dictador es Petro. Pero los hechos, la historia y la realidad desmienten esa narrativa.
Lo que ocurre en Colombia no es un enfrentamiento entre democracia y autoritarismo, sino entre el poder tradicional que se resiste al cambio y un proyecto reformista que, con todas las dificultades, sigue apostando por la vía democrática.