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Colombia: 60 años de violencia política, desigualdad y manipulación mediática

Colombia vive hoy un momento definitorio. La lucha ya no es solamente contra la violencia armada, sino contra la violencia estructural que impide transformar la realidad. Se trata de una confrontación entre dos visiones de país: una que quiere perpetuar la desigualdad para unos pocos, y otra que apuesta por una justicia social inclusiva.

Colombia ha sido históricamente un país marcado por la violencia política. Desde hace al menos seis décadas, la desigualdad social, la exclusión estructural y la violencia ejercida por el Estado contra las clases más desfavorecidas han sido elementos constantes en el panorama nacional. 

Estas condiciones crearon un entorno propicio para el surgimiento de grupos armados que encontraron en el descontento popular su razón de ser. 

La narrativa oficial 

Sin embargo, la narrativa oficial –impulsada por la clase política tradicional y amplificada por los grandes medios de comunicación– ha ocultado deliberadamente su propia responsabilidad en este largo ciclo de violencia.

Durante décadas, la versión hegemónica ha señalado como únicos culpables de la violencia a los grupos armados ilegales, sin considerar el contexto que los originó. 

Se ha ignorado el papel de los gobiernos corruptos, la ineficiencia institucional, la avaricia empresarial y la indiferencia de las élites hacia los más pobres. 

Esta narrativa sesgada ha servido para desviar la atención de los verdaderos causantes de las desigualdades estructurales y justificar, incluso, medidas represivas que perpetúan el mismo orden social excluyente.

Las consecuencias de la narrativa 

La consecuencia más grave de este discurso ha sido el señalamiento y la criminalización de quienes alzan su voz contra la injusticia social. 

La población que protesta por sus derechos, denuncia el abuso de poder o exige un trato digno por parte del Estado es con frecuencia tratada como enemiga del país. 

Así, se ha construido una peligrosa inversión moral: el ciudadano indignado con la violencia oficial es visto como una amenaza, mientras que el verdadero responsable –el mal gobierno– permanece protegido por un relato mediático y político que lo exime de culpa.

Un nuevo giro

Con la llegada del presidente Gustavo Petro al poder, esta dinámica ha tomado un nuevo giro. Por primera vez en la historia reciente, un gobierno con una agenda social progresista ha intentado romper con el modelo tradicional y proponer reformas estructurales en favor de los sectores más vulnerables. 

Esta intención ha generado un fuerte rechazo por parte de las élites políticas y mediáticas del país, quienes ven en Petro una amenaza directa a sus privilegios.

Desde entonces, el foco de las críticas ha dejado de estar en los grupos al margen de la ley, para concentrarse casi exclusivamente en el gobierno. 

La culpa es de Petro

La clase política tradicional y los medios alineados con ella han comenzado a responsabilizar a Petro de todos los problemas del país: desde el aumento de la inseguridad hasta el falso estancamiento económico, pasando por cualquier hecho violento que ocurra en el territorio. 

A través de esta estrategia, buscan frenar las reformas sociales que podrían disminuir la desigualdad, mejorar las condiciones laborales y redistribuir el poder político y económico.

Más preocupante aún es que estos sectores no solo han dejado de señalar a los actores armados como amenazas, sino que, en su afán por debilitar al gobierno, amplifican los delitos cometidos por ellos para generar miedo e incertidumbre. 

Todo avance en seguridad, toda tentativa de paz, toda iniciativa social es deslegitimada o tergiversada para presentarla como peligrosa o inútil. La estrategia es clara: sembrar caos y confusión para evitar que el gobierno consolide sus propuestas.

En este contexto, el último intento de la oposición tradicional ha sido obstaculizar abiertamente la gobernabilidad. Desde el Congreso, sectores reaccionarios han empezado a cuestionar incluso la legitimidad del mandato popular del presidente, intentando bloquear cualquier posibilidad de convocatoria a una Consulta Popular que devuelva los derechos laborales perdidos por los trabajadores en administraciones anteriores. 

Se trata, en esencia, de una ofensiva contra la democracia participativa y la soberanía popular.

Sin embargo, ante este escenario de confrontación y manipulación mediática, sectores significativos del pueblo colombiano han comenzado a movilizarse

De manera pacífica pero decidida, amplias franjas de la ciudadanía se han volcado a las calles para expresar su respaldo al presidente Petro, no por afinidad ideológica ciega, sino porque ven en su gobierno una posibilidad concreta de cambio y justicia social. 

La gente quiere reformas que los beneficien, quiere instituciones al servicio de todos, no solo de unos pocos, y sobre todo quiere que se respete su derecho a decidir sobre el rumbo del país.

Colombia vive hoy un momento definitorio. La lucha ya no es solamente contra la violencia armada, sino contra la violencia estructural que impide transformar la realidad. 

Se trata de una confrontación entre dos visiones de país: una que quiere perpetuar la desigualdad para unos pocos, y otra que apuesta por una justicia social inclusiva. 


La lucha continúa, y el futuro dependerá de si el país es capaz de romper con una narrativa manipuladora que ha condenado durante décadas a millones de colombianos al olvido.


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