Los políticos dicen que el problema de Colombia es que el presidente Iván Duque es un títere: lo dicen quienes están en su contra y también sus aliados políticos.
Los primeros dicen que es un títere del expresidente Álvaro Uribe, mientras que los segundos, incluyendo al propio Uribe, creen que lo es del castro-chavismo-madurismo, que busca hacer elegir al izquierdista Gustavo Petro, exalcalde de Bogotá, en las elecciones presidenciales de 2022.
Ambas opiniones reflejan una forma caduca de entender la política y la democracia en Colombia, y esa dicotomía, ya superada por los hechos, está en el centro de la protesta social que estalló a fines de abril.
Hasta que se firmó el Acuerdo de Paz en 2016, las campañas políticas colombianas se decidían en relación con la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC): todo consistía en saber quién la enfrentaría mejor.
El expresidente Álvaro Uribe, quien gobernó de 2002 a 2010 y combatió férreamente a las FARC, se convirtió en el protagonista decisivo de la política colombiana.
Al dejar la presidencia, ungió a Juan Manuel Santos en 2010 y casi impide su reelección en 2014.
Finalmente, en 2018, logró hacer elegir a un joven poco conocido de su partido, Duque. Pero cuando llegó el acuerdo y las FARC dejaron las armas, Uribe necesitó un enemigo claro a derrotar para seguir polarizando a los colombianos y mantener su influencia.
En otras palabras, la guerra contra las FARC acabó, pero la derecha sigue explotando de manera eficaz el miedo hacia un enemigo de izquierda.
Es ahí cuando Gustavo Petro asume ser la izquierda aunque, en realidad, sea más una voz antiuribista.
Y a esto se ha reducido la típica confrontación política colombiana hasta que empezó la protesta social: discursos para meter miedo, fomentar el odio y ganar “la guerra”.
Solo que ahora la guerra es contra los ciudadanos.
La clase política y los sectores económicos empresariales y del agro no han sabido salir de su narrativa de confrontación bélica: hay una economía, un orden establecido que hay que salvar y proteger. Y por el cual hay que, en última instancia, matar.
Pero en las calles, en la protesta, hay una democracia distinta a la que ha manejado por décadas la clase política.
Más que insistir en la polarización entre la derecha y la izquierda o entre el supuesto orden y el supuesto desorden, el establecimiento político, mediático e institucional debe cambiar la forma de comprender la democracia en Colombia.
Pero la represión militar que aterrorizó a los colombianos y el negacionismo del gobierno, demuestran que, pese a las promesas de diálogo, ese establecimiento no quiere escuchar el grito de las calles.
Chile comenzó hace una década a decirle a sus élites que había otra democracia posible.
Solo después de la oleada de protestas masivas en 2019 ha logrado hacerse entender a través de un proceso para reescribir la Constitución y permitir amplias reformas económicas y sociales.
Todavía no es tarde para Colombia, pero el gobierno insiste en la confrontación y el tiempo se agota.
La democracia colombiana se debate entre dos polos: uno requiere mantener la institucionalidad, el establecimiento, la familia, la patria y lo privado.
El otro responde a las nuevas éticas políticas: las luchas feministas y de la diversidad sexual, la defensa del medioambiente, el respaldo a la paz en los territorios, las reivindicaciones de las culturas afro e indígenas, la búsqueda de lo público en una sociedad que ha privatizado la salud, la educación, la vida colectiva.
De estas diferencias, surgen dos narrativas para comprender y contar lo que está pasando.
La narrativa clásica proviene de una historia política donde todo se definía por la guerra: estabas con el gobierno o con los guerrilleros, que luego fueron terroristas, pasaron a ser narcoterroristas y ahora se les llama vándalos.
Esta visión ve en quien protesta o disiente a un enemigo de la patria, alguien que atenta contra los modos de ser nacionales.
Se propone aniquilarlo, eliminarlo, para salvar las buenas maneras democráticas a “la colombiana”.
Por eso, su accionar es militar: imponer el orden a la fuerza, como es patente en el resultado de la protesta de 2021, que ha dejado 43 muertos, 955 heridos y 1388 detenciones arbitrarias.
Este modo de hacer política se ejerció durante todo el siglo XX. Y funcionó hasta entrado el siglo XXI: la economía es estable, las élites se mantienen, los políticos han creado su propia clase.
Pero las cosas han cambiado: el nuevo ecosistema digital le quitó la hegemonía informativa a los medios de referencia, a los partidos políticos y al gobierno. La firma de la paz desarmó a las FARC como grupo terrorista llevándolas a la arena política y catalizó una ciudadanía movilizada en torno a nuevos ejes éticos de debate público.
Por ejemplo, la lucha de los jóvenes por la educación pública universitaria y de las mujeres contra la violencia sexual.
Estos nuevos movimientos no encuentran sentido en el antiguo modo de confrontación ideológica y armada en que la democracia se sigue gestionando: las mujeres demandan legítimamente autonomía para su cuerpo, una economía del cuidado y una sociedad menos individualista; los jóvenes ya no tienen miedo de salir a la calle y expresar su bronca por la carencia de futuro; los indígenas deciden poner sus cuerpos en la primera línea de defensa de sus identidades y su tierra; los afros, históricamente excluidos, reclaman derechos; las madres de los desaparecidos exigen justicia. Quienes defienden la narrativa clásica de la democracia colombiana no los escuchan, ni entienden, ni tienen respuestas para ellos.
En este contexto, se ha venido estableciendo desde las calles la nueva narrativa de la democracia. Ya no se habla de revolución, de tumbar el gobierno o acabar con el capitalismo.
Sus protagonistas no son de izquierda, ni comunistas.
Son ciudadanos que quieren cosas simples y obvias: educación pública, salud pública, justicia social y el derecho de expresar disenso sin represión.
No quieren escuchar más promesas o esperar a diálogos y discusiones legislativas eternas.
Piden empatía con los dolores de la gente a través de cambios ambiciosos pero no imposibles. Aspiran a un mundo más bonito en el cual vivir.
La nueva narrativa de la democracia se manifiesta en nuevos modos de entender la política y expresar la protesta social: estéticas más coolture, diversas y festivas marcadas por la caricatura, el diseño gráfico, los memes, el humor, la música, las camisetas, los posters, la transmisión en vivo y en directo de las marchas, el uso de las redes para globalizar los reclamos y denuncias.
El tipo de democracia que promueve es más performática que ideológica: se hace poniendo el cuerpo en las calles y moviendo las redes hasta lograr los cambios propuestos.
Hay que darse cuenta que la represión policial y la falta de empatía de los políticos son símbolos que unen y juntan a la protesta y comprender que se debe responder de manera concreta, simple y directa a las demandas: por ejemplo, firmar el acuerdo de Escazú, que da a la ciudadanía acceso a información, a la participación y a la justicia en cuestiones ambientales; asegurar la educación pública gratuita; construir una economía del cuidado y en equidad, de acuerdo con perspectivas feministas.
No estaría mal dejar de llamar “vándalos” a todos los que protestan y comenzar a llamarlos ciudadanos y, por qué no, descubrir a esos que salen a bailar con la policía.
La democracia es la promesa de poder para todos, y de eso se trata este estallido social en Colombia: poder para las mujeres, los indígenas, los afros, las sexualidades divergentes, los jóvenes, los pobres, los sindicatos. Una lucha por una política donde todos podamos existir en una democracia más diversa e inclusiva: hecha desde abajo por los ciudadanos.
Todo puede ser más simple y bello cuando se deja de ver a la política como una guerra y se la aborda como un modo ciudadano de mejorar la sociedad desde una perspectiva de derechos.
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Fuente: Omar Rincón – New York Times
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