Recorre, unas veces, sus reverberantes calles, baja al Comercio, va de compras al Comisariato de Ecopetrol, juega partidos en La Bombonera o en la cancha del Primero de Mayo, sale, desafiando el abrasante sol de 2 de la tarde a El Centro a recoger icacos, marañones, mamoncillos y mangos, y pasea por el Muelle para comprar en las canoas sartas de bocachico y cabezas de bagre o suero, queso sala’o y mangos chupa en el imponente bote ‘Nancy Elvira’.
En otras ocasiones toma el bus de Copetrán al servicio de Ecopetrol que lo lleva al colegio, madruga a las 3 para sacar cita en la Policlínica, va hasta la esquina de Los Sabanales –en el callejón Gutiérrez– a comprar discos y tomar jugo helado de tamarindo o avena y los fines de semana se escapa a El Llanito a devorar, bajo el compás de vallenatos, el pescado que le pongan acompañado de colosales patacones que parecen sacados de tierras míticas.
En efecto, uno vuelve a donde fue feliz.
Sin embargo, para los barranqueños que vivimos afuera, por la imposibilidad de hacerlo físicamente a pesar del denso catálogo de pretextos que hemos ido inventando con el paso de los años, no nos queda más remedio que retornar imaginariamente, usando los recuerdos que, con la paciencia de quien teje un trasmallo, fuimos trenzando y atesorando con los años para sortear las trampas y el peso de la memoria y el polvo de los años.
¡Cómo olvidar tantas personas, tantas experiencias y tantas cosas vividas en Barrancabermeja!
Hay ocasiones incluso en que las añoranzas me asaltan y me veo con mis amigos de la carrera 25 entre las calles cuarta y quinta –hoy 44 y 45–, en El Recreo, bajando mangos a pedradas, yendo al monte a cazar congos, dominicanos, rositas y azulejos, o con mis entrañables compañeros del colegio El Rosario escapándonos a La Bodega, con el corazón en la boca, para comprar los tesoros de golosinas que ni vendían en la tienda escolar ni las mamás empacaban en el morral.
También, una mezcla de nostalgia y felicidad me embarga cuando cierro los ojos y me veo de pies descalzos pateando el balón sobre la paila de cemento de esa cuadra y de pronto Reina, mi abuela, sale a la puerta de la casa materna y con su cadencia caribe espeta “Nene, ya para adentro, a almorzar”.
Después de un minuto y viendo que no me dirijo a la vivienda, ella replica con la mano derecha en sus cabellos plateados “Jorge Luis, te entras o le cuento a tu mamá apenas llegue del trabajo”. Ya con el nombre de pila no hay más remedio que obedecer.
En ese entonces la ciudad era una pequeña urbe en la que casi todos se conocían y se trataban como lo que en realidad somos, como iguales, y las odiosas diferencias sociales y económicas no se habían acentuado como hoy parece se han erigido como muros invisibles en Barrancabermeja.
De esas épocas me quedan los grandes amigos y hermanos de la vida, José Fernando, Julio César, Édgar Javier, Jairo Alberto y José Arturo.
Curiosamente, después de más de 40 años, y a pesar de que la vida nos ha desperdigado por diferentes ciudades del país y del mundo, juro que casi siempre nos vemos los unos a los otros como entonces: con la cara lozana, las cabelleras tupidas, sin las delatoras llantas abdominales y con la mirada vivaz y alegre del niño que ha puesto un chicle en el timbre de la casa vecina.
Hoy 26 de abril de 2021, cuando Barrancabermeja cumple 99 años de vida municipal y yo, 50 de vida, anhelo esa población, la misma que busco cada vez que voy y que cada vez menos veo producto de sus malos gobernantes —la verdad, no tengo en la cabeza uno solo bueno en los 30 años más recientes—, deficientes dirigentes, el acelerado ritmo de la vida, los avances tecnológicos, el civismo que ves más escaso y la falta de un proyecto colectivo de ciudad.
Incluso, hay momentos en que parece que Barrancabermeja ha involucionado luego de recibir innumerables golpes de propios y foráneos.
Después de varios años de estancamiento por la presencia de la guerra de todos los lados, de malas administraciones y hasta a veces la indiferencia de quienes han sido sus principales socios, surgió más cemento, más vidrio, más vehículos, pero, paralelamente, más miseria espiritual y anímica que termina percibiéndose por las calles y todos los renglones de la ciudad.
Así es la Barrancabermeja que recuerdo y la que, con lo bueno, lo regular y malo, también vivo cada vez que puedo ir.
Barrancabermeja, donde soy feliz cuando voy a abrazar a mi madre, ‘la profe Enith’, a ver a mis amigos y a escudriñar los pasos andados, y donde tengo la certeza plena de que seré dichoso siempre.
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JORGE LUIS DURAN PASTRANA, Comunicador social y periodista, con 28 años de experiencia en diversos medios de comunicación en el país. Actualmente Asesor del Grupo Energía Bogotá, además, ex asesor de comunicaciones del Ministerio de Salud y Protección Social, ex director de noticias del Ministerio de Educación Nacional, ex asesor de comunicaciones del Ministerio de la Defensa Nacional y ex editor de la Casa Editorial El Tiempo en Bogotá.
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