Somos los depredadores más eficientes del planeta. Para los microorganismos, tenemos los antibióticos. Insecticidas y pesticidas contribuyen a las matanzas.
Cazamos animales para diversión o para alimento. No contentos, nuestra civilización destruye sin misericordia los hábitats de muchas especies, como quiera que, construyendo ciudades y carreteras, hemos invadido el espacio natural de miles de ellas, hasta llevarlas a su extinción.
Además, eliminamos otros seres humanos por razones culturales, ideológicas, religiosas o con cualquier disculpa.
Durante el siglo XIX, se hicieron grandes descubrimientos: Mendel, con sus experimentos con guisantes, dio los fundamentos de la herencia; Darwin rompió los esquemas con la demostración de la evolución de las especies, pero su primo Francis Galton, buscando conciliar herencia con evolución y malinterpretando a los dos científicos, ideó la “Eugenesia”, estimulando “…la mejora de la raza humana mediante la selección de rasgos genéticos y la reproducción dirigida de portadores humanos”.
Como bien lo refiere Mukherjee en su libro ‘El Gen’, para Galton “lo que la naturaleza hace ciega y lentamente, sin piedad, el hombre puede hacerlo de forma previsora, rápida y amable”.
Por la misma época Malthus advertía sobre el peligro de la sobrepoblación, por lo que no es extraño que en Norteamérica, iniciando el siglo XX, prosperaran ideas de supremacía blanca, que se tradujeron en acciones legales, tales como la prohibición del matrimonio interracial, la construcción de sitios de confinamiento para “débiles mentales” y su esterilización adicional, y no me cabe duda, que el soporte científico, creado por la genialidad inglesa y luego deformado, estimuló lo que luego se convirtió en Europa en el fascismo hitleriano.
De entonces ahora, hemos descifrado el gen, secuenciado el genoma, y aprendemos a manipularlo. El hombre cuando conoce algo que produce poder, lo usa.
Tenemos herramientas genéticas para diagnosticar y tratar enfermedades con estos saberes, pero también está el riesgo del abismo, como hace un siglo, y las señales de la búsqueda de supremacía racial, negando la diferencia que da a la naturaleza el verdadero poder, se asoma en el norte con una fuerza no despreciable.
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