Por: Jaime Calderón Herrera
Esperábamos, tal vez de manera inconsciente, una voz autorizada que nos recordara los valores perdidos en el huracán del narcotráfico y la violencia política, insumos para la corrupción desbordada.
El primero anidó entre nosotros el individualismo, la ambición por los lujos, el disfrute de los excesos, el apego al dinero conseguido de manera fácil y rápida; incentivó el desapego al esfuerzo, a la paciencia y a la vida.
Nuestra centenaria violencia política atizó “lo más bajo de nuestro corazón”, convirtiéndonos en seres intolerantes solazados en la polarización y en los sentimientos de odio y venganza.
Sin darnos cuenta, nos fuimos trasformando en las conciencias que hoy somos.
Políticos, herederos de la violencia y luego victoriosos cómplices silenciosos del narcotráfico, (muchas veces por omisión o miedo), nos alinearon mediante la propaganda y “el veneno de la mentira” en orillas opuestas de un río de inequidades y vergüenzas. Hubo religiosos que los secundaron.
Sedientos de decencia y de valores, hoy vemos con alegría la presencia de Francisco, pedagogo sin retórica encumbrada, pero con mensajes profundos y elementales de cristianismo.
El Papa valiéndose del concepto de Cristo en Jesús, abarcó los valores completos de nuestra civilización.
Jesús como redentor y trasformador, Cristo es amor, entendido como servicio a los demás, Cristo como sacrificio en bien de los otros, Cristo como sanador mediante el perdón.
Francisco acoge palabras de una víctima calificándolas de alta teología, pues interpreta “Dios perdona en mí” como el camino de los creyentes para perdonar, cuando los sentimientos se lo dificultan.
Con coherencia y sabiduría, Francisco compiló valores básicos de la ética y moral de creyentes y no creyentes, enfatizó la reconciliación como el único sendero hacia la paz, jaló orejas de sacerdotes y obispos y nos demostró que la humildad vence de lejos a la soberbia y a la mezquindad.
Nos recordó el mensaje compartido por budistas y cristianos: el desapego. Bebimos con fruición el mensaje papal. Es justo reconocer que el terreno había sido abonado con decisión y generosidad, aunque es temprano para que se entienda.
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