Nos gustan los cuentos. Vivimos del cuento. Una habilidad para conseguir lo que nos proponemos consiste en idear algo que luego nos lo creemos, y si sabemos trasmitirlo, o como diríamos coloquialmente, si sabemos echar el cuento, nuestras probabilidades de éxito aumentan.
Recién me entero de que nuestro cerebro tiene un hemisferio experimentador y otro narrador y que este último construye de una manera azarosa la narrativa desde la experiencia, y entonces, luego tomamos decisiones de acuerdo con el cuento que nos creemos, el cual privilegia “momentos culminantes y resultados finales” de la experiencia.
Creado el imaginario en nuestro cerebro, repito, parece que tomamos decisiones a partir de él. Si hemos hecho algo estúpido, nuestro cuento lo justificará y tal vez por eso los humanos somos los únicos animales que tropezamos varias veces con la misma piedra.
Nada me han enseñado los años, siempre caigo en los mismos errores, otra vez a brindar con extraños y a llorar por los mismos dolores, escribió y cantó José Alfredo Jiménez, ratificando el dicho popular.
Por si fuera poco, si hacemos algo “inteligente”, digo yo, podría nuestro cuento malinterpretarlo y echar a perder la experiencia útil y positiva.
El historiador italiano Carlos Cipolla, autor de la teoría de la estupidez, no conoció con antelación a la publicación de las leyes de la estupidez estas informaciones actuales, que le hubieran dado consistencia a su segunda ley según la cual “la probabilidad de que una persona sea estúpida es independiente de cualquier otra característica propia de dicha persona”.
Claro que hay que aclarar que todos hacemos cosas estúpidas en algún momento, pero hay quienes hacen de la estupidez su esencia y además, son muchos y muy peligrosos, pues tienen una capacidad especial para echar su cuento y conseguir fanaticada.
Dice Nuval Noah Harari que el relato que construye nuestro cerebro es el que nos dice a quién amar o a quién odiar y qué hacer con nosotros mismos, pero ¿qué tal que lo que dice Harari sea puro cuento?
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