Por: Horacio Serpa Uribe
Las Farc volvieron a matar la esperanza y a darles una bofetada a los colombianos. Especialmente a quienes creíamos que después de la muerte en combate de Alfonso Cano, en las montañas de Cauca, habían entendido que ante la superioridad del Estado y las nuevas condiciones del conflicto, tenían la obligación de considerar en serio el llamado del gobierno nacional a cruzar la puerta de la paz. Desafortunadamente optaron por la guerra.
El asesinato en las selvas del Caquetá, a sangre fría, de los policías secuestrados a manos de las Farc, algunos desde hace más de 13 años, fue el triste final de un episodio que nunca debió ocurrir. El fusilamiento del coronel Édgar Duarte, el mayor Elkin Hernández, el sargento José Libio Martínez y el intendente Álvaro Moreno, ante un choque armado de la columna guerrillera con tropas de Ejército, es un imperdonable crimen de lesa humanidad.
Este delito de guerra se suma al cometido contra los diputados del Valle, el gobernador de Antioquia, y tantos otros compatriotas que, a lo largo de los últimos cincuenta años, han sido ultimados, cautivos, inermes, en el corazón de la selva o en la espesura de las montañas, sin que hasta ahora nadie haya pagado por sus crímenes.
El sargento Luis Alberto Erazo sobrevivió al pelotón de fusilamiento de las Farc y vivió para contarlo. Esta vez sí hay testigos de semejante atrocidad. Y la historia es otra. La tragedia que encierran sus palabras muestra a una organización arrinconada, paranoica, enferma. Esquizofrénica. Perdida en la manigua, sin capacidad de recapacitar o pensar en cómo sobrevivir a sus contradicciones, en su incapacidad para entender el mundo y las nuevas condiciones políticas de una nación hastiada del conflicto y la barbarie.
El irrespeto de las normas del derecho internacional humanitario, sus crímenes de lesa humanidad, sus métodos de guerra, está convirtiendo a las Farc en una guerrilla africanizada, integrada por bárbaros anarquizados.
Frente a semejante tragedia, los colombianos nos hemos volcado a expresar nuestra solidaridad con el dolor de los hijos, esposas, hermanos, padres, familiares y amigos de los policías martirizados por las Farc. Duele saber la frustración del pequeño Johan Stiven, el hijo del sargento José Libio Martínez, quien nació cuando su padre ya estaba secuestrado, creció con la esperanza de conocerlo, abrazarlo, lo amo desde la distancia y luchó por liberarlo con sus plegarias y sus tempranas batallas humanitarias. Su voz será siempre la de una víctima.
¿Pero qué sigue ahora para las Farc? Su nuevo comandante, Timoleón Jiménez, Timochenko, tiene en sus hombros la enorme responsabilidad de dar la cara y detener la guerra. ¿Cuántos muertos más necesitan para oír el clamor nacional y aceptar el ofrecimiento de paz del Presidente Santos? ¿Por qué no liberan a todos los secuestrados de manera inmediata y demuestran que en ellos aún queda algún indicio de visión política? ¿No negociar ahora será su camino hacia la “bandolerización”? No actuar ahora será su condena final al basurero de la historia.
Bucaramanga, 29 de Noviembre, 2011