Por: Iván Marulanda
Sugerí a personas con las que dialogué hace algunos días en Cúcuta sobre el proyecto de ley de ordenamiento territorial que discute el Congreso, que le midieran ese texto a sus comunidades y se preguntaran para qué les serviría, qué problemas les resolvería y si valdría la pena el esfuerzo de sacarlo airoso por los vericuetos del Congreso.
Estoy seguro que mis contertulios no encontrarán en sus cavilaciones mayor provecho para sus regiones en esas normas que se proponen.
Sucede lo mismo con otros temas. El gobierno recogió textos de proyectos de ley en oficinas de políticos y tecnócratas amigos y conocidos, aquí y allá, para rellenar su agenda y mostrarse reformador.
La estrategia la completó arrumando parlamentarios en el pelmazo de coalición que armó y que administra con la misma dificultad que da cuadrar micos para la foto.
Con el gancho de los puestos públicos Santos hizo su “Unidad Nacional” ilusionado con que ese corpulento racimo de congresistas chulearían las propuestas sin chistar, no obstante ser de razas antagónicas ¡Qué tal la ingenuidad! Y para completar le colgó varias especies disfuncionales al señor Uribe, dueño de los votos que lo eligieron.
Dudo que el invento resulte. Por lo que conozco, la coalición de enemigos solapados que promueve esta hechiza “Revolución en Marcha” tiene entre manos propuestas legislativas improvisadas, incoherentes, de dudosa calidad, que no dicen nada a muchos de ellos y menos les entusiasma. En no pocos casos es inocua y hasta despistada.
Si a esto se suma la bronca que se llevan unos con otros en esa olla de “nuevos mejores amigos” que se odian, lo más seguro es que el picadillo de proyectos de ley termine malogrado entre hipocresías, disculpas e inculpaciones mutuas maquilladas con zalamerías que atajan el riesgo de desmedro burocrático.
Para que tengan significancia propuestas como la del ordenamiento territorial deben ser fruto de procesos populares y políticos profundos. No se olvide que en el pasado hubo guerras civiles en Colombia por las implicaciones ideológicas de la materia. Se trata de algo que invoca convicciones sobre la organización de la vida en sociedad y la mejor forma de gobernarse y articular realidades materiales y culturales complejas. Es decir, de convicciones sobre la filosofía del Estado.
Habría qué arrancar por reconocer que la Constitución es descentralizadora y concibe el ordenamiento del territorio, por el principio de subsidiariedad, desde el municipio como unidad territorial y política básica. A partir de allí se ascendería en la definición de las demás entidades territoriales para dotarlas de institucionalidad, competencias y fiscos.
Pero no, el proyecto fue hecho con devoción y sin mayor gracia en laboratorios de burócratas y amigos del gobierno cuadriculados en las ideas del Estado centrista de tiempos caducos y viejas constituciones que ya no son.
Colombia tiene qué superar la política espectáculo hecha para ganar elecciones y alimentar encuestas. La política debe ser ejercicio de pensamiento y acción destinado a conducir y modelar a la nación por caminos definidos, compartidos por las conciencias ciudadanas. Este papelón de Presidentes que después de elegidos salen a buscar con quiénes y con cuales ideas gobernar, no debe seguir.
Es comprensible que partidos políticos y movimientos nuevos nacidos en ventoleras caudillistas improvisen y carezcan de coherencia. Lo que no se acepta es que partidos históricos como el Liberal terminen enredados en madejas multicolores y chambonas como la melcocha de la “Unidad Nacional”, que como va, terminará en mar de babas.