Por: Jaime Calderón Herrera
Oiga, me dijo el vigilante, su carro (al que recién le había instalado los espejos robados) fue golpeado por el campero parqueado al lado… gracias por avisarme, le dije, mientras salía del sótano en búsqueda de una señal apropiada para mi teléfono, y llamar entonces al asesor de seguros. Oprimí el teclado y un fuerte ruido me hizo dirigir la mirada hacia la esquina: un carro moviéndose en reversa destrozaba el lado de otro estacionado en la calle, y cuando la angustiada conductora se bajó del vehículo para reclamarle al agresor, éste huyó del sitio del accidente. Con palabras de consuelo le hablé a la descorazonada víctima y me dirigí, bajo la lluvia, hacia mi sitio de trabajo, en recorrido paralelo al vacío carril del Metrolínea, en tanto, dos motocicletas y un taxi me acosaban por derecha y por izquierda, cuando de pronto el amarillo viró bruscamente, dejándome en frente de un ciclista sin señal alguna, ataviado con impermeable negro, al que por milagro no atropellé. Cien metros adelante un fuerte ruido me sacó del temor por las colisiones: la suspensión derecha de mi vehículo acusaba el severo trauma al caer en el abismal desperfecto del asfalto sobre la paralela de la llamada (por chiste?) autopista a Floridablanca.
Al acercarme a mi destino observé que decenas de fieles obstruían la vía aparcando mal sus carros mientras tranquilizaban sus conciencias en acercamiento a Dios, en tanto, transeúntes y conductores aumentábamos los riesgos por cuenta de los devotos.
Al fin alcancé mi destino, pero de regreso a casa pasé al lado de una moto acostada sobre el pavimento y cuyo conductor posiblemente viajaba en estridente ambulancia y los carros con paso lento recreaban la morbosa curiosidad de sus conductores.
Bueno, ya vas llegando al dulce hogar, me dije, y a escasos doscientos metros de la meta me topé con una calle estrechísima contigua a un CAI y a una Iglesia (recientemente construida, sin permiso de planeación me imagino), donde nuevamente fieles cristianísimos, sin caridad por el prójimo, aparcaron sus privilegios, con la negligencia de la autoridad y con el perdón tal vez del cura, que no del Señor.
No bien abrí la puerta, me hinqué de rodillas y clamé a la divinidad para que alguien nos enseñe a conducir, a convivir, a respetar y a orar.
PS: Cualquier parecido con la coincidencia, es pura realidad.
Martes, 15 de Junio de 2010