Por Jairo Cala Otero / Periodista – Conferenciante
Teodoro busca en una caneca de basura algo de comer. No encuentra sino desechos inservibles, y el hambre lo acosa sin cesar.
En una covacha, levantada sobre una colina, con el peligro de irse al abismo, Sinforosa, mujer de piel cetrina y arrugada por las angustias de cada día, se afana porque no tiene nada para cocinar y darles a sus cinco hijos, todos desnutridos y ojerosos.
Pedro, un mecánico industrial, no tiene empleo. Va todos los días a un café del centro con la esperanza de que alguien le indique dónde podrán necesitar sus servicios. Está desconsolado, casi llegando a la línea invisible, pero azotadora, del desespero. Los días pasan implacablemente, no consigue nada.
Ana Sixta, terminó su bachillerato. Quiere estudiar arquitectura, pero sus padres carecen de recursos económicos para pagar su costosa carrera. No quiere estar vagando, pero una amiga suya le aconseja que, mientras tanto, venda su órgano sexual a los hombres. Se convierte fácilmente en prostituta a domicilio, y allí se queda embolatada la arquitectura. Lo único que logra construir es una vida miserable y ruin.
Y más allá, están otros miles de colombianos, en similares circunstancias. Todos tienen un denominador común: están desarraigados de las oportunidades para su sobrevivencia digna. Apenas tienen esperanza, porque ya están perdiendo la fe. Han creído en todo, y les han creído a todos. Han escuchado discursos retóricos, llenos de anuncios: que se acabará el desempleo, que la pobreza será un pasaje en la historia de Colombia, que los colegios y universidades formarán a los mejores ciudadanos del mañana, que no habrá más niños que aguanten hambre y sed, que…., que…, que… ¡La maldita lista de anuncios no termina desde hace 160 años! Todos esos compatriotas saben perfectamente quiénes son los villanos que la construyeron.
Pero aún así, cada cuatro años, otra vez obnubilados por la retórica del manzanillismo de plaza pública, ellos y muchos otros, por ignorancia y debilidad de carácter, vuelven a caer en las redes del engaño, la mentira, la trampa. Corren detrás de quien ondea una banderola desteñida y maloliente, por los pútridos actos que sus representantes ha cometido por siempre en los fueros del Estado.
Ese engañador les ha prometido lo inimaginable. Les ha regalado camisetas, gorras, autoadhesivos con propaganda, un pedazo de carne de res, lleno de sebo; dos papas frías y mal cocinadas; unos tragos de aguardiente para que se embrutezcan y no puedan pensar en la brutalidad que están cometiendo; les promete pagarles las facturas del agua o la luz, que están vencidas; les promete conseguirles empleo, ¡qué dicha, por fin van a salir de la olla!; también les anuncia hacerles adjudicar el cupo en el colegio para los chinos menores y el de la universidad para la muchacha que ya terminó la secundaria. ¡Qué “buena papa”, el doctor, no joda! Pero si no votan por el doctor Comicios, entonces, perderán el subsidio de la esperanza que el actual Gobierno les da. O les cerrarán las puertas de las instituciones educativas. ¡Este señor sí cambiará todo, hijuemadre!
Las filas son largas. Ya están depositando los tarjetones marcados sobre la foto y el nombre del promesero. ¡Ahora sí hay futuro! Todos creen lo mismo. Están pletóricos, seguros, más esperanzados que antes. Parecen anestesiados para la gran “operación” de cambio total. Lo que no saben es que el “cirujano” no es el más erudito. Pero ellos siguen creyendo en un cambio. Muchos fueron llevados como se llevan las reses hasta el matadero: en camiones, apilados unos con otros, soportando calor, respirando los fluidos salidos, accidental o intencionalmente, de algún ano flojo. Les cambian sus nombres, ahora los llaman “votos amarrados”. Y ellos admiten la nueva identidad.
A su nombre, sin preguntárselo porque no les importa nada, el promesero y sus caciques que se suceden desde hace 160 años, unos a otros, el poder político del país, ya han negociado cómo manejarán las arcas del Estado. No les interesa más. Sólo el multimillonario presupuesto nacional, que se construye con el dinero de todos los honestos. Lo festinan, lo adjudican a dedo: a usted le damos tanto, a usted tanto más, a fulano le toca un pucho, a mengano le adjudicamos esto o aquello… Los de la fila electoral lo saben, pero se hacen los pingos. Ya tienen las promesas, el aguardiente, el pedacito de carne y las dos papas. ¡Para qué más!
Luego, los atorrantes regresan por el mismo medio: en el camión de las vacas, con la misma caca en sus narices; y la misma suerte de estiércol rondando en sus días por venir. Se han tragado, otra vez, el mismo cuento desabrido de siempre. Eso sí: llevan el afiche con la cara del doctor Comicios, para ponerlo en una pared de la cocina. Servirá para recordar que el pelmazo ese les prometió rescatarlos de tanta hambre y sed que han aguantado durante tantos años.
La patria, ¡que se joda! Nada importa. Ella es “custodiada” por las minorías de vividores, pillos, sabandijas, ladrones, chanchulleros. A ellos les fue confiada, ese día en las urnas, por esa turba de malos para pensar y fáciles de engañar. Esa custodia funciona al revés: el doctor Comicios no duerme casi, está vigilante de que otros no controlen sus pecaminosos actos. Pero Comicios es más ágil que todos juntos. Se da sus mañas, y roba sin cesar. Les muestra el dedo del corazón levantado y los demás encogidos, a todos los manipulados ese domingo; a esos que marcaron con delicadeza en su rostro de caco con corbata, y dejaron allí lo único que les quedaba: la esperanza.
Otros millones de colombianos no participaron para cambiar el rumbo porque el país no les importa. Durante cuatro años armaron un coro de quejosos, porque el doctor Comicios es un desastre. Ya es tarde. ¡No quisieron tomar partido para cambiar al doctor Comicios y sus tiranos!
Después, y todos los días del después, no hubo cambio para los de abajo. Esos anónimos, militantes del ejército de “demócratas” de Colombia, siguieron sintiendo hambre y sed; no tuvieron empleo; vagaron de colegio en colegio en busca de cupo para sus hijos; tuvieron que pagar nuevos impuestos para que allá arriba, don Comicios y sus secuaces, los metan a sus bolsillos, sin ninguna vergüenza. ¡Triunfó, otra vez, la corrupción; la fetidez de la politiquería y sus doctrinarios practicantes obtuvieron el apoyo de los manipulables!