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El asesinato moral como una de las bellas artes

El asesinato moral como una de las bellas artesPor: Jorge Gómez Pinilla.

 

El título de esta columna no es nada original. Fue parodiado de Thomas de Quincey, quien escribió una pieza de cáustico humor inglés titulada Del asesinato considerado como una de las bellas artes, donde afirmó que, aunque un homicidio es condenable, después de ocurrido puede ser juzgado con criterios puramente estéticos.

 

El autor se adentra en los anales históricos del asesinato de grandes personajes, para concluir que el mejor crimen se presenta cuando la víctima es buena persona y goza de buena salud. O sea, cuando no reunía mérito alguno para ser asesinado.

 

Es aquí donde podemos concatenar tan “edificante’ obra con los asesinatos morales cada día más frecuentes que viene cometiendo el uribismo contra líderes o instituciones que gozan de reputación social, pero que se encargan de mostrar como seres o entidades repudiables.

 

Así ocurrió con el tribunal conocido como Justicia Especial para la Paz (JEP), cuya credibilidad han tratado de minar desde todos los frentes posibles.

 

El más reciente ataque provino directamente de la Fiscalía General de la Nación, cooptada por el Centro Democrático desde la noche en que Paloma Valencia exhibió el famoso Petrovideo, otro caso de asesinato moral que le salvó el puesto a Néstor Humberto Martínez.

 

Desde esa noche el ente acusador quedó convertido en un aparato de persecución al servicio del Centro Democrático, trabajando ambos de la mano hacia el objetivo compartido de garantizarle impunidad a un sujeto sub judice, llamado a indagatoria por la Corte Suprema de Justicia, pero con una fecha de citación que misteriosamente se embolata cada día más…

 

El ataque arriba mencionado consistió en un montaje que contó con la eficaz colaboración de la DEA, algo que en EE.UU. se conoce como entrampamiento –y allá es legal– pero está prohibido por la legislación colombiana, consistente en que lograron inducir a un político condenado por parapolítica y a un fiscal de la JEP a que les recibieran una gruesa suma (aportada por la misma Fiscalía), para dar la apariencia de que ese dinero iba a ser utilizado en impedir que el exguerrillero de las Farc Jesús Santrich fuera extraditado.

 

Cuando vieron que las dudas sobre la legalidad del operativo crecían, en la audiencia de imputación de cargos le metieron narcotráfico a la acusación, y hablaron entonces de un supuesto cargamento hacia Italia.

 

Pero, como dijo Semana en su edición 1923, “lo que no es típico de los narcos es exportar cientos de kilos de cocaína y simultáneamente tener un cargo de fiscal auxiliar con un salario mensual de $9 millones”.

 

Sea como fuere, a la Fiscalía de Martínez Neira no le preocupa que el caso se caiga, como ocurrió con los dueños de Supercundi, acusados de ser testaferros de las Farc y hoy eximidos de toda culpa. Lo importante es hacer un ruido tan estruendoso, que distraiga al país de los serios impedimentos que tiene Martínez Neira para continuar en el cargo por su evidente cercanía con los corruptos de Odebrecht.

 

Un tercer caso de asesinato moral se dio durante agitada sesión de la Comisión de Paz del Congreso presidida por Roy Barreras, cuyo propósito era instruir al presidente del Senado, Ernesto Macías, para que remitiera a la Corte Constitucional las objeciones del presidente Duque a la Ley Estatutaria de la JEP.

 

El debate terminó en zambra cuando Paloma Valencia, armada de toda su artillería verbal de guerra, pidió que le dieran “el mismo tiempo que se le dio al narcoterrorista Pablo Catatumbo”.

 

Después de que el fango repartido por el Centro Democrático salpicó hasta las paredes del recinto, el uribismo logró el objetivo propuesto: evitar que prosperara la proposición de Roy Barreras. En síntesis, doña Paloma “mató” la sesión y así logró restarle fuerzas a la JEP. (Ver noticia).

 

Hay otra clase de asesinato moral a la cual estoy obligado a referirme, porque de él soy víctima en mi trabajo como columnista. Desde hace casi dos años recibo la “visita” todos los miércoles en mi columna de El Espectador, muy de madrugada, de un forista que se identifica como rdarioe54_21197.

 

Hubo un tiempo en que eran hasta divertidos sus insultos, recurrentes en ingeniosos epítetos como “zascandil, zurullo, ceporro, cenutrio, coprófago, gaznápiro, mequetrefe”. Hasta ahí, tolerancia con el detractor.

 

Pero de otro tiempo para acá se ha dedicado muy juiciosamente, semana tras semana, a reproducir el enlace de un artículo de Ernesto Yamhure en Losirreverentes.com donde afirma que un hermano mío (de los siete que tengo), “Francisco Javier Gómez Pinilla, quien es médico, cargaba mujeres con cocaína e integraba una organización criminal dedicada al tráfico hacia Estados Unidos.

 

La red delincuencial reclutaba mujeres que eran introducidas a la fuerza en un quirófano en el que Gómez Pinilla las sometía a una brutal cirugía para cargar distintas partes de su cuerpo con cocaína”.

 

Este prolongado asesinato moral “gota a gota” tiene que parar algún día, y en tal medida debo contar por enésima vez que el origen del libelo se remonta a julio de 2016, cuando publiqué un trino donde demostré que Yamhure fue beneficiado por el gobierno de Uribe con unos contratos para él y José Obdulio Gaviria, en pago por su propaganda a favor del régimen (ver trino).

 

Yamhure en retaliación sacó a relucir la situación de mi pariente, quien sí es médico y sí estuvo preso por un asunto cuya pena pagó hace más de 20 años, pero nada tiene que ver con barrigas abiertas a la fuerza para ser rellenadas con cocaína, según expliqué en columna titulada “Línea directa con la infamia”Allí se lee que “no existe el delito de consanguinidad y Yamhure lo sabe, pero se le ha ocurrido que en mi caso sí.

 

Por tal motivo, es pertinente preguntarle si dicha presunción de culpa cobija también al expresidente Álvaro Uribe por cuenta de su hermano Santiago, también preso, y no por coca sino por comandar un grupo paramilitar autor de múltiples homicidios”. (Ver columna).

 

Por la diferencia de horario entre Miami y Bogotá he llegado a sospechar que el tal rdarioe54_21197 es el mismo Ernesto Yamhure, pues no se entiende que todos los miércoles desde antes de que salga el sol alguien en Colombia se tome el trabajo de despertarse exclusivamente a atacarme, si no es porque se trata del mismo autor del artículo que a una hora más razonable –desde Miami– arremete contra el suscrito.

 

No puedo probar que sea Yamhure, pero repasen mis columnas entre el 5 de diciembre de 2017 y el miércoles pasado, absolutamente todas, y ahí encontrarán a mi fiel matón de madrugada, “centinela implacable de su amor asesino” (parodiando ahora a Neruda), como nunca se había visto en la historia del periodismo.

 

DE REMATE: Hay un cuento de Julio Cortázar que viene a mi mente con inusitada frecuencia desde el día en que Iván Duque asumió la Presidencia de la República: Casa tomada.

 

En Twitter: @Jorgomezpinilla

http://jorgegomezpinilla.blogspot.com/

 

 

Tomado de: El Espectador

 

 

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