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Uribe y su doctrina del «shock»

Por: Jorge Gomez P.

 

La doctrina del shock es un libro de la escritora y periodista canadiense Naomi Klein, cuya versión audiovisual fue un documental que cabe dentro del género ‘película de terror’, porque parte de una tesis espeluznante pero comprobable: el neoliberalismo se alimenta de los desastres naturales, de la guerra y del terror para establecer su dominio. (Ver video).

 

El punto de partida de película y libro es el asalto perpetrado por el general Augusto Pinochet contra el Palacio de la Moneda el 11 de noviembre de 1973, que produjo la muerte del presidente Salvador Allende y desembocó en la aplicación de la doctrina económica neoliberal impulsada por Milton Friedman, quien obtuvo el Premio Nobel de Economía en 1976, tres años después del ‘exitoso’ golpe de Estado que, como se sabe, fue orquestado desde el gobierno de Richard Nixon y tuvo como punta de lanza al entonces secretario de Estado, Henry Kissinger.

 

Ese mismo modelo fue aplicado en países tan dispares como el Chile de Pinochet, la Argentina de Videla, la Rusia de Boris Yeltsin o la Gran Bretaña de Margaret Thatcher.

 

El problema hoy es que un partidario del capitalismo salvaje llamado Donald Trump conquistó la Presidencia de Estados Unidos, y con él la doctrina del shock no solo se revitaliza desde lo doméstico hacia lo global, sino que ahora podría traer consecuencias catastróficas para el planeta. Un segundo problema de fondo es que la ascensión al poder de este buscapleitos envalentonó a la extrema derecha nacional representada en el tóxico Álvaro Uribe, el inquisidor Alejandro Ordóñez y el hijo de papi Andrés Pastrana.

 

Son tres las cabezas de esta Hidra de Lerna, pero el gran peligro está en Uribe, quien tiene una copiosa audiencia cautiva e invierte su capital político en azotar las más bajas pasiones contra el gobierno de Santos, con el apoyo entusiasta de Ordóñez desde el flanco religioso. Es aquí donde Santos no se puede descuidar, porque si hay un terreno que Uribe maneja a la perfección es cuando pareciera estar acorralado pero sale airoso mediante la aplicación de medidas ‘terapéuticas’ radicales, tan radicales como la ocasión lo exija.

 

Por ejemplo, cuando algunos miembros de la cúpula paramilitar en cumplimiento de la ley de Justicia y Paz comenzaron a contar quiénes los habían patrocinado: en menos de 24 horas Uribe subió a todos a un avión y se los entregó a Estados Unidos. Según el general Óscar Naranjo en su libro-entrevista con Julio Sánchez Cristo, solo a dos de los 14 extraditados se les comprobó que seguían delinquiendo desde la cárcel, motivo aducido por Uribe para cargar con todos.

 

O como cuando en abril de 2008 se supo que por un sótano entró subrepticiamente a la Casa de Nariño el ex jefe paramilitar Antonio López, alias Job, en compañía de un abogado de la mafia, y fueron recibidos por los respectivos secretarios de Prensa y Jurídico de la Presidencia, César Mauricio Velásquez y Edmundo del Castillo. Uribe convocó a una rueda de prensa sobre las escaleras del mismo palacio presidencial, hizo que esta comenzara en coincidencia con la apertura de los noticieros del mediodía y luego de dar una explicación a las volandas sobre el ingreso de ese mafioso, se despachó contra la Corte Suprema alegando ser víctima de su persecución.

 

Dos meses después de esa visita Uribe estuvo tan de buenas que alias Jobfue asesinado en un restaurante de Medellín, del mismo modo que lo amparó el azar cuando el 24 de febrero de 2006 el helicóptero donde Pedro Juan Moreno viajaba a Quibdó… se vino a tierra. Antes que nos acusen de capciosos, el mismísimo general Rito Alejo del Río en alguna ocasión declaró que la caída de esa nave “no fue accidental sino planeada”.

 

No sabemos si ese accidente se ajusta a la particular doctrina del shock de Uribe, pero la memoria nos indica que Moreno se le ‘abrió’ a su jefe y amigo desde 2002, cuando no le dejó remplazar el DAS por la Agencia de Seguridad que él quería crear, y prefirió nombrar a Jorge Noguera. También sabemos que Moreno había prometido contar cosas sobre Uribe cuando llegara al Congreso, y que en su condición de secretario de Gobierno de Antioquia aparecía involucrado en la masacre de El Aro, ocurrida entre el 23 y el 30 de octubre de 1997.

 

Es posible que las ‘providenciales’ muertes de alias Job y P.J. Moreno (incluso la de Francisco Villalba, principal testigo contra Uribe por El Aro) nada tengan que ver con la Doctrina del shock de Naomi Klein, pero sí lo fue la extradición de la cúpula paramilitar cuando comenzaron a mostrar el andamiaje de la organización. Esto también se ajusta a lo manifestado por el exembajador Myles Frechette en entrevista para El Espectador, donde dijo que la desmovilización del paramilitarismo fue algo “completamente chimbo”, y que “cuando Uribe se dio cuenta de que los gringos estaban oliéndose todo, decidió hacer el desarme de los paramilitares”. Y a renglón seguido agregó: “Es que se fueron a otros lugares. En lugar de seguir operando en los lugares donde habían estado, se fueron al sur y al este del país, a continuar sus fechorías”. También dijo Frechette que “nunca me olvido del pilón de armas que dejaron los paramilitares: muchas de ellas eran nuevas cuando Napoleón fue emperador de Francia. Es decir, a otro perro con ese hueso”.

 

Esto se traduce en que Uribe es hoy el único político colombiano que contaría con un refuerzo bélico dispuesto a apoyarlo, llegado el caso. Si no es que desde ya le brinda su apoyo, por ejemplo mediante el asesinato graneado de defensores de derechos humanos o de milicianos de las Farc, de reciente ocurrencia. Sea como fuere, lo cierto es que con el aparataje político-militar que lo respalda tras bambalinas, Uribe estaría en condiciones de provocar un shock ajustado a su conveniencia.

He ahí el peligro inminente al que hoy se ve abocada nuestra democracia.

 

 

DE REMATE: Suena estrambótico cuando el fiscal Néstor Martínez dice que esa racha de crímenes no tiene origen paramilitar, porque solo se trata de bacrim (bandas criminales). ¿Cómo hacer para explicarle que solo hubo un cambio de nombre? Mejor dicho, ¡que se deje de ‘cantinflar’!

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