
La oposición violenta al presidente Gustavo Petro ha alcanzado niveles de virulencia que rayan en lo antidemocrático. Las críticas y el control político son esenciales en cualquier sistema republicano, pero lo que hoy vive el mandatario no es mera fiscalización: es un acorralamiento sistemático e inmisericorde.
Desde los medios de comunicación tradicionales hasta los gremios empresariales, pasando por las altas cortes, el Congreso y los partidos políticos —tanto de oposición como los llamados “independientes”— todos conforman una maquinaria de bloqueo a quienes llamamos el anti-petrismo.
No se trata de una oposición racional, sino de una ofensiva política que busca impedir, por cualquier vía, el ejercicio del poder legítimo del presidente elegido por el pueblo.
A diario se ataca la honra personal de Petro.
Se le insulta abiertamente en espacios públicos, se duda de su salud mental y física, y se le endilgan epítetos como “dictador”, “asesino” o incluso “jefe de la mafia”.
Las injurias no sólo traspasan la frontera de lo político, sino que se infiltran en lo personal, lo humano. Pero lo más alarmante es que a pesar de estas agresiones, a Petro se le exige guardar silencio, evitar defenderse, y mantener una postura institucional de contención. Le piden, en esencia, que se someta. Que no proteste. Que no denuncie.
Recientemente, tras una reunión con la Iglesia Católica, se promovió una declaración de intenciones entre las autoridades del Estado para “desarmar la palabra”, es decir, para promover un lenguaje respetuoso y conciliador.
Esta iniciativa, en el papel, podría interpretarse como un intento noble de pacificar el debate público.
A Petro y a sus seguidores se les exige silencio, moderación y hasta arrepentimiento, mientras que sus adversarios no muestran el más mínimo atisbo de autocrítica.
No hay voluntad de deponer la cizaña ni de cesar el bloqueo sistemático a sus propuestas legislativas. La violencia simbólica y política sigue siendo ejercida desde los espacios de poder tradicionales, mientras se intenta presentar al presidente como el foco del conflicto.
Y es aquí donde surge una profunda contradicción.
Porque pedirle a las víctimas de los abusos que callen mientras se exculpa a los agresores no es construir paz, es imponer impunidad.
La historia violenta en Colombia no puede entenderse sin considerar las causas estructurales que la generan: desigualdad, pobreza, corrupción, exclusión social, concentración del poder económico y político, indiferencia institucional.
¿Cómo pretenden algunos sectores que el pueblo y su representante más visible —el presidente Petro— no denuncien estos flagelos?
¿Cómo esperan que la gente no se indigne ante un sistema que castiga a quien denuncia mientras premia al opresor?
No se trata de justificar la violencia ni el lenguaje incendiario.
Se trata de entender que el malestar social no nace de la nada, que el descontento tiene raíces profundas, y que la represión del discurso no solucionará los problemas reales del país.
La verdadera violencia no está en las palabras del presidente Petro cuando se defiende, sino en los bloqueos sistemáticos a la transformación que millones de colombianos votaron en las urnas. La verdadera violencia está en la negación permanente del cambio.
En una democracia sana, el disenso es legítimo. Pero lo que hoy vemos en Colombia no es oposición: es sabotaje. Y lo más peligroso de todo es que se pretenda que quienes sufren la agresión guarden silencio. Callar ante los abusos no es paz: es complicidad.